Había un filósofo que establecía tres niveles de
conversación. En el más bajo, el que no aporta nada interesante para nadie, es
cuando hablamos de nosotros mismos. Cada intervención suele empezar siempre de
la misma manera: a mí lo que me pasa… lo que a mí me gusta,… yo no soporto,… Es
una conversación en la que por riguroso turno cada participante cuenta asuntos
intrascendentales para el resto, pero que todos escuchan porque saben que es la
única manera de asegurar que luego van a ser escuchados. Ninguno presta
atención, por supuesto, pero eso es lo de menos, lo que importa es tener la
oportunidad de hablar de uno mismo.
En el segundo nivel de conversación, hablamos de los
demás, y aunque eso tiene mucha más gracia, sobre todo si desvelamos algo que
debería permanecer oculto, sigue siendo una conversación de bajas exigencias
intelectuales.
Finalmente, decía el filósofo, está el nivel más alto
de conversación posible y es cuando hablamos de las ideas. Cada cual ha de
argumentar, documentar, ilustrar su particular punto de vista de forma que
resulte interesante, convincente y siempre de forma amena. Total nada. Por eso
yo siempre prefiero quedarme en el primer nivel y hablar solo de mí, y eso es
lo que voy a hacer ahora mismo. Es que me pasa cada cosa que no es para menos.
Tengo un gato al que me unen muchas cosas, pero nunca
sospeché que también íbamos a compartir la trivalente felina, una vacuna, como
casi su propio nombre indica, que entre otras cosas, previene contra la
panleucopenia, o eso creo yo.
El caso es que llevé a Renato, que así se llama mi
gato, para que le pusieran la inyección y lo primero que me hizo
pensar que las cosas no iban bien, es que una vez dentro de la consulta, el veterinario me
pidió que me remangara la camisa. Yo, aún ignoro por qué, le hice caso. Después
me puso la gomita elástica, me pidió que abriera y cerrara el puño un par de
veces y sin preguntar si tenía algún síntoma del retrovirus de la
panleucopenia, me puso la vacuna tan ricamente. Renato me miraba entre
fascinado y satisfecho dentro de su jaula. El veterinario se apartó con
profesionalidad y según tiraba a la papelera la inyección desechable, me
comentó ufano:
-Tiene usted unas venas que son una delicia. Tan salientes, tan
localizables, tan fáciles de ver,… ojalá todos mis gatos fueran como usted.
-Ya, pero es que yo no soy un gato –protesté.
-Va, va, tonterías. No se puede imaginar el trabajo que da poner una
inyección a un bicho de esos. No hay quién les pille la vena, con tanto pelo. Y
luego se ponen hechos unas auténticas fieras. Ande, tómese usted estas
pastillas después de cada latita por si le hace reacción, y vuelva por aquí
dentro de cuatro meses que le toca la antirrábica.
Yo, guardé las pastillas en un bolsillo, cogí a
Renato y nos fuimos de la clínica veterinaria, bastante desconcertados los dos.
Hasta dentro de cuatro meses.
Pues mira, así empiezan los superhéroes. Peter Parker se convirtió en Spiderman tras ser picado por una araña radioactiva y, a lo mejor, tu te conviertes en Catman por haber recibido una vacuna gatuna. Tus poderes serían ronronear, arquear el lomo, beber leche en un platito y cazar super-ratones. Aunque, claro, habiendo ya una Catwoman que, encima, esta buena, no te auguro un gran futuro.
ResponderEliminarPrecisamente la existencia de catwoman es un aliciente más (bueno, quizá el único) para convertirme yo en catman. De todas formas, me mola más el papel de rataman y estoy dispuesto a un combate de lucha libre para ver quién es ayudante de quién.
ResponderEliminarcatwoman está como un queso, precisamente para atraer a los ratones, ¿no? Muy buena tu anécdota, la verdad es que te pasan unas cosas... que te sigan pasando y contándonoslas
ResponderEliminargracias por estar atento a lo que me pasa. No te lo pierdas dentro de cuatro meses. Lo de catwoman puede ser, puede ser...
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