Vivimos momentos de pantomimas, exageraciones,
mentiras, propuestas repentinas, bajezas, insultos, exabruptos, discursos acalorados,
frases predecibles… en fin, ya
sabéis, y resulta que un porcentaje enorme de todo eso me produce tedio,
fatiga e indignación en el peor de los casos. Por eso, lo voy a ignorar.
Tío Calistos es un cuento que escribí y presenté
en el concurso Tanotocuentos del ayuntamiento de Madrid hace ya un tiempo, y ganó
el primer premio.
Creo que es el momento de sacarlo para ayudar en
la jornada de reflexión que se avecina, a quien quiera leerlo.
TÍO CALISTOS
Ya empiezan las chicharras
a dejarse oír. Es la señal para que los hombres alivien sus gargantas resecas
con un vino que sabe a brea y
clavo. Tío Calistos siempre los acompañaba al acabar la labor, pero aquella
tarde se excusó porque tenía que llevar a su hijo al médico, lo cual era
absolutamente mentira; quien tenía que ir al médico era él, aunque de cualquier
manera no pensara hacerlo. Tío Calistos andaba por los cincuenta, estaba fuerte
como un toro y pese a todo, hacía tiempo que tenía una repentina sensación de
finitud. “Estoy hecho una pascua”, decía siempre que se encontraba con alguien
como preludio a cualquier conversación. Una especie de aviso por si
repentinamente se desplomaba, supongo. Y la verdad, es que llegó un día en que
ocurrió. “Estoy hecho una pascua”, dijo, y a continuación se murió.
La tarde estaba gris, como todas las tardes de
entierro, y una lluvia desmenuzada, arrepentida de haber dejado de ser nube,
trataba de ir hacia arriba empujada por un viento cómplice. El efecto resultaba
llamativo: paraguas que se mojaban también por la cara inferior, mujeronas
cruzadas de piernas en pleno responso, narices anegadas de agua… tío Calistos
sabía cómo hacer una despedida digna de él. Todo un carácter.
El cura ya no sabía a qué tópico recurrir para
ensalzar las cualidades del muerto. Frases con el olor de haber pasado cientos
de veces por distintas bocas caían como paletadas de tierra húmeda sobre sus
restos, sin que Tío Calistos pudiera defenderse. A mí me parecía una indecencia
que el cura empleara los mismos
términos elogiosos para despedir a mi tío, que los que usó cuando la dobló D.
Lotario. La diferencia estaba en que D. Lotario era un hijo de perra (por eso
la dobló), y mi tío era una buena persona (por eso murió). Era bueno, no por
debilidad, que es la forma común de ser bueno, sino por sabiduría, que debe de
haber tres o cuatro casos registrados en toda la historia de la humanidad. Era
tan bueno, que no entendía a nadie.
Al día siguiente del entierro, mi tía, ayudada
por dos vecinas y una cuñada, se dedicó a trasladar todas las pertenencias de
tío Calistos al desván. No lo hacía por tratar de olvidarlo, lo hacía por
tradición. En el pequeño pueblo de Tarsín, los desvanes eran habitaciones mucho
más grandes que las propias casas, y siempre estaban abigarrados. Miles de
objetos pertenecientes a varias generaciones de fantasmas los atestaban
ofreciendo un detallado registro de los últimos trescientos años. La datación
de cualquier cachivache que cayera en tus manos era bien sencilla, pues estaban
ordenados en estratos, ocupando el periodo más antiguo los que estaban más al
fondo del desván, como es de cajón de madera de árbol.
Cuando estaban en plena faena de selección y
traslado de los más diversos enseres, aparecí yo, pues mi tía me dijo en el
entierro que había algo para mí. Me sentí halagado por el hecho de que mi tío
pensara que yo era merecedor de heredar algo que le había pertenecido. Lo de
menos era de qué se tratara. Eso creía yo; lo terrible vino después.
Cuando yo tenía 9 años de edad, maté a un
chorlito que estaba el pobre sin hacer nada sobre la rama de un olivo. Un golpe
certero con una piedra, y yo, el gran Daniel, había logrado lo que no pudieron
las heladas de tres inviernos, las garras de los zorros, y ni la inundación del
río Sagar del año anterior. Daniel, mucho más furioso que los propios dioses,
había decidido poner término a una vida, y sin darle más importancia, había
llevado a cabo su decisión. Mi tío lo vio todo desde la tapia del huerto, aparcó
su aspecto benevolente en algún sitio y vino hacia mí, dispuesto a dejarme bien
claro lo que él pensaba a cerca de matar a pedradas chorlitos inocentes. Era un
suceso que prácticamente yo ya había olvidado. Tío Calistos tenía mejor
memoria, como pude comprobar a continuación. Cuando llegué a casa de mi tía me
recibió con toda la dignidad que puede tener alguien con los ojos hinchados de
tanto llorar, y según entraba en la casa me dio un sobre con un par de
cuartillas en su interior, dejando claro que lo que mi tío me legaba no era su
reloj. A mí, siempre me gustó muchísimo su reloj.
-Toma Daniel, sabes que tu tío te quería mucho y
deseaba lo mejor para ti –pensé otra vez en el reloj-. No se qué contiene esta
carta, pero seguro que te ayudará a mejorar como persona. Léela con atención y
respeto y trata de amar la vida tanto como tu tío.
A continuación me dio un beso y claros indicios
de que podía leer la carta fuera de su casa. Mi tía siempre había sido muy
seca, y el luto no aportó ninguna mejoría a su carácter. Me guardé la carta en
el bolsillo de la chaqueta y salí sin despedirme de las dos vecinas y la cuñada
que miraban desde el interior de sus grandes pañuelos negros, que parecían
formar parte indivisible del resto de su vestimenta, incluyendo medias y
zapatillas de paño, negro, por supuesto. Así eran todas las mujeres de Tarsín.
Nunca se preguntaban “a ver qué me pongo hoy” pues siempre iban vestidas
completamente de negro. Bastaba con que muriera una persona cercana, para verse
en la obligación de guardar un riguroso luto, y persona cercana comprendía a
cualquiera, familiar o no, que viviera dentro del pueblo. Sí, siempre me
pareció exagerada la presencia de la muerte en las gentes de mi pueblo.
Pronto llegué a una era, camino del cementerio,
y me senté en uno de los grandes rodillos de granito que había para apisonar el
terreno. Saqué la carta y tal como me dijo mi tía, empecé a leerla con toda la
atención y respeto que pude reunir en ese momento.
Querido
sobrino Daniel:
Desde hace bastante tiempo estoy hecho una pascua,
y sé que mis días están contados. Noto que mi vida me va a ser arrebatada por
una extraña enfermedad, que no me manda Dios, pues de ser así la aceptaría con
resignación, sino el diablo, y eso cambia mucho las cosas. No me parece justo,
pues yo no he hecho nada personal a ningún demonio, y sin embargo el Gran Lucifer desea mi muerte, y por
eso te voy a pedir que hagas algo muy importante para mí, tanto que es lo único
que puede evitar que mi alma deambule en pena por los siglos de los siglos. Me
tienes que prometer que lo vas a hacer, no ya por tu pobre tío Calistos, sino
por la gloria de todos nuestros comunes antepasados que te estarán observando
mientras lees estas líneas.
Llegado a este puntó, pensé que mi tío siempre había estado como una
regadera, pero aún así, lo prometí.
¿Te acuerdas de aquél día que mataste a un pobre vencejo que no te había
hecho nada?
¡Por Dios, cómo chocheaba, fué un chorlito! ¡Cómo puede haber alguien tan estúpido que los confunda!
Yo sí me acuerdo, y también me acuerdo de todo lo
que te dije para que entendieras
el valor que tiene la vida. Creo
que asimilaste perfectamente mi perorata, pues jamás has vuelto a hacer algo
así, de lo que, en gran medida, me atribuyo el mérito. Y a eso vamos. Recuerdo
que una de las cosas que te dije es que si querías expiar tu mala acción,
tenías que realizar un rito funerario con el vencejo, y que sólo si la
ceremonia tenía una trascendencia para el alma, surtiría efecto. No sé en que
consistió el rito que realizaste con tu víctima, pero lo que si está claro es
que funcionó, pues insisto, no has vuelto a cargarte ningún otro bicho. Pues
bien, esto es lo que te pido que hagas: quiero que hagas conmigo exactamente lo
mismo que hiciste con el vencejo. Repite paso a paso sobre mis restos, todo lo
que oficiaste con el pobre pajarraco, y así aseguramos... no se qué aseguramos,
pero quiero que lo hagas. Recuerda que lo has prometido.
Recibe un abrazo muy fuerte de tu tío que tanto te quiere, y que te seguirá
queriendo y observando, desde el otro mundo.
Tío Calistos.
Estaba paralizado, con la carta entre los
dedos, sentado en el viejo rodillo y notando un repentino sofoco que atenazaba
mi garganta. El campanario de la iglesia sonó a lo lejos, y pensé que sería
fantástico tener un buen reloj. La sensación de agobio era ahora aún mayor. Ya
no era tan fácil respirar, y quizá por eso, solté una gran carcajada. Luego le
sucedió otra, y otra más, hasta que conseguí recuperar el ritmo de una
respiración normal. Entonces empecé a repasar el famoso rito que le hice al
chorlito. El final lo tenía clarísimo, pero ¿qué hice antes de comérmelo?
Una joya, no me extraña que lo eligiesen como mejor relato. Buen ritmo, excelente prosa y un final cínico, además de sorprendente, que elimina dramatismo y lo relativiza todo. ¡Genial!
ResponderEliminarMuchas gracias Molina de Tirso por tu opinión y por tu análisis. Me encanta sobre todo lo del final cínico, pues esa era la intención. Gracias de nuevo.
Eliminar¡Maravilloso regalo! Para mí, es redondo. Hasta me trae sin cuidado que los tiempos continúen igual, siempre y cuando podamos leer más cuentos como este. Con estas fábulas, cualquier mal trago pasa mejor. Gracias por publicarlo.
ResponderEliminargracias a ti por leerlo y sobre todo por leerlo como antídoto contra los malos tragos. Me alegro de que te sirva para aliviar el trance.
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