Tengo que confesar que soy un desordenado de tomo y lomo.¿Estoy contento con mi actitud desordenada? Pues sí y no. Me gusta el desorden pero admiro el orden. Me gusta lo que tengo y admiro lo que no tengo. Por esta razón, después de ver el despacho de un amigo mío, que lo tenía todo muy ordenadito, me entraron unas ganas irresistibles de ordenar yo el mío. Pura envidia. Y así hice.
Cuando llegué a mi casa estuve más de cuatro horas, imagínense cómo estaba, poniendo orden en el desbarajuste. Hasta limpié el polvo de las estanterías, algo extremadamente tedioso. Al final, me senté satisfecho a ver el resultado. Me quedé impresionado, mi despacho estaba irreconocible. Pues qué bien, me dije. Y me fui a la cocina a tomarme un vino blanco, me lo había ganado.
Tengo que decir que el resultado me gustó tanto que en los siguientes días fui extremadamente cuidadoso en mantener el orden que tanto esfuerzo me había costado conseguir. Pero algo terrible ocurrió: a la semana siguiente todo estaba nuevamente desordenado.
Me pregunté extrañado cómo había sido posible, si mi empeño en mantener el orden no había disminuido. Lo volví a ordenar, pero el fenómeno se repitió y por la mañana, todo volvía a estar manga por hombro. Entonces hice algo realmente heroico: puse de nuevo cada cosa en sus sitio, expresión que siempre he odiado pues no creo que las cosas tengan un único sitio. Y volvió a suceder: todo desordenado una vez más.
Lo volví a ordenar, no me iba a dar por vencido, pero en esta ocasión, me escondí detrás del sillón a ver qué pasaba, quería descubrir por qué diablos mi despacho no podía mantenerse en orden.
Lo que vi, era justo lo que me imaginaba. Misteriosamente, sobre mi mesa de trabajo, aparecieron cosas que antes no estaban allí. Un montón de libros salieron de las estanterías y se repartieron por diferentes lugares: encima del sillón en el que yo estaba escondido, casi me ven; al lado del ordenador, sobre un cajón gitano que tengo, encima del aire acondicionado, en el suelo, detrás de la puerta, sobre mi teclado Yamaha... luego se abrió el armario y empezaron a salir objetos de todo tipo, barajas de cartas, tinteros, cinta americana, una grapadora, mis gafas de realidad virtual, dos giróscopos... cada cosa se iba colocando donde mejor le parecía, y mientras mi despacho se llenaba, yo me vaciaba de toda esperanza de ser una persona ordenada.
Al final mi despacho volvía estar como siempre. Un desastre. Pero al menos ya sabía por qué.