jueves, 21 de mayo de 2015

Tío Calistos



Vivimos momentos de pantomimas, exageraciones, mentiras, propuestas repentinas, bajezas, insultos, exabruptos, discursos acalorados, frases predecibles… en fin, ya  sabéis, y resulta que un porcentaje enorme de todo eso me produce tedio, fatiga e indignación en el peor de los casos. Por eso, lo voy a ignorar.

Tío Calistos es un cuento que escribí y presenté en el concurso Tanotocuentos del ayuntamiento de Madrid hace ya un tiempo, y ganó el primer premio.

Creo que es el momento de sacarlo para ayudar en la jornada de reflexión que se avecina, a quien quiera leerlo.





                                                              TÍO CALISTOS



Ya empiezan las chicharras a dejarse oír. Es la señal para que los hombres alivien sus gargantas resecas con un vino que sabe a brea  y clavo. Tío Calistos siempre los acompañaba al acabar la labor, pero aquella tarde se excusó porque tenía que llevar a su hijo al médico, lo cual era absolutamente mentira; quien tenía que ir al médico era él, aunque de cualquier manera no pensara hacerlo. Tío Calistos andaba por los cincuenta, estaba fuerte como un toro y pese a todo, hacía tiempo que tenía una repentina sensación de finitud. “Estoy hecho una pascua”, decía siempre que se encontraba con alguien como preludio a cualquier conversación. Una especie de aviso por si repentinamente se desplomaba, supongo. Y la verdad, es que llegó un día en que ocurrió. “Estoy hecho una pascua”, dijo, y a continuación se murió.

    La tarde estaba gris, como todas las tardes de entierro, y una lluvia desmenuzada, arrepentida de haber dejado de ser nube, trataba de ir hacia arriba empujada por un viento cómplice. El efecto resultaba llamativo: paraguas que se mojaban también por la cara inferior, mujeronas cruzadas de piernas en pleno responso, narices anegadas de agua… tío Calistos sabía cómo hacer una despedida digna de él. Todo un carácter.
    El cura ya no sabía a qué tópico recurrir para ensalzar las cualidades del muerto. Frases con el olor de haber pasado cientos de veces por distintas bocas caían como paletadas de tierra húmeda sobre sus restos, sin que Tío Calistos pudiera defenderse. A mí me parecía una indecencia que el cura empleara  los mismos términos elogiosos para despedir a mi tío, que los que usó cuando la dobló D. Lotario. La diferencia estaba en que D. Lotario era un hijo de perra (por eso la dobló), y mi tío era una buena persona (por eso murió). Era bueno, no por debilidad, que es la forma común de ser bueno, sino por sabiduría, que debe de haber tres o cuatro casos registrados en toda la historia de la humanidad. Era tan bueno, que no entendía a nadie.
    Al día siguiente del entierro, mi tía, ayudada por dos vecinas y una cuñada, se dedicó a trasladar todas las pertenencias de tío Calistos al desván. No lo hacía por tratar de olvidarlo, lo hacía por tradición. En el pequeño pueblo de Tarsín, los desvanes eran habitaciones mucho más grandes que las propias casas, y siempre estaban abigarrados. Miles de objetos pertenecientes a varias generaciones de fantasmas los atestaban ofreciendo un detallado registro de los últimos trescientos años. La datación de cualquier cachivache que cayera en tus manos era bien sencilla, pues estaban ordenados en estratos, ocupando el periodo más antiguo los que estaban más al fondo del desván, como es de cajón de madera de árbol.
    Cuando estaban en plena faena de selección y traslado de los más diversos enseres, aparecí yo, pues mi tía me dijo en el entierro que había algo para mí. Me sentí halagado por el hecho de que mi tío pensara que yo era merecedor de heredar algo que le había pertenecido. Lo de menos era de qué se tratara. Eso creía yo; lo  terrible vino después.

    Cuando yo tenía 9 años de edad, maté a un chorlito que estaba el pobre sin hacer nada sobre la rama de un olivo. Un golpe certero con una piedra, y yo, el gran Daniel, había logrado lo que no pudieron las heladas de tres inviernos, las garras de los zorros, y ni la inundación del río Sagar del año anterior. Daniel, mucho más furioso que los propios dioses, había decidido poner término a una vida, y sin darle más importancia, había llevado a cabo su decisión. Mi tío lo vio todo desde la tapia del huerto, aparcó su aspecto benevolente en algún sitio y vino hacia mí, dispuesto a dejarme bien claro lo que él pensaba a cerca de matar a pedradas chorlitos inocentes. Era un suceso que prácticamente yo ya había olvidado. Tío Calistos tenía mejor memoria, como pude comprobar a continuación. Cuando llegué a casa de mi tía me recibió con toda la dignidad que puede tener alguien con los ojos hinchados de tanto llorar, y según entraba en la casa me dio un sobre con un par de cuartillas en su interior, dejando claro que lo que mi tío me legaba no era su reloj. A mí, siempre me gustó muchísimo su reloj.
    -Toma Daniel, sabes que tu tío te quería mucho y deseaba lo mejor para ti –pensé otra vez en el reloj-. No se qué contiene esta carta, pero seguro que te ayudará a mejorar como persona. Léela con atención y respeto y trata de amar la vida tanto como  tu tío.
    A continuación me dio un beso y claros indicios de que podía leer la carta fuera de su casa. Mi tía siempre había sido muy seca, y el luto no aportó ninguna mejoría a su carácter. Me guardé la carta en el bolsillo de la chaqueta y salí sin despedirme de las dos vecinas y la cuñada que miraban desde el interior de sus grandes pañuelos negros, que parecían formar parte indivisible del resto de su vestimenta, incluyendo medias y zapatillas de paño, negro, por supuesto. Así eran todas las mujeres de Tarsín. Nunca se preguntaban “a ver qué me pongo hoy” pues siempre iban vestidas completamente de negro. Bastaba con que muriera una persona cercana, para verse en la obligación de guardar un riguroso luto, y persona cercana comprendía a cualquiera, familiar o no, que viviera dentro del pueblo. Sí, siempre me pareció exagerada la presencia de la muerte en las gentes de mi pueblo.
    Pronto llegué a una era, camino del cementerio, y me senté en uno de los grandes rodillos de granito que había para apisonar el terreno. Saqué la carta y tal como me dijo mi tía, empecé a leerla con toda la atención y respeto que pude reunir en ese momento.
   
    Querido sobrino Daniel:
Desde hace bastante tiempo estoy hecho una pascua, y sé que mis días están contados. Noto que mi vida me va a ser arrebatada por una extraña enfermedad, que no me manda Dios, pues de ser así la aceptaría con resignación, sino el diablo, y eso cambia mucho las cosas. No me parece justo, pues yo no he hecho nada personal a ningún demonio, y sin embargo  el Gran Lucifer desea mi muerte, y por eso te voy a pedir que hagas algo muy importante para mí, tanto que es lo único que puede evitar que mi alma deambule en pena por los siglos de los siglos. Me tienes que prometer que lo vas a hacer, no ya por tu pobre tío Calistos, sino por la gloria de todos nuestros comunes antepasados que te estarán observando mientras lees estas líneas.

Llegado a este puntó, pensé que mi tío siempre había estado como una regadera, pero aún así, lo prometí.

   ¿Te acuerdas de aquél día que mataste a un pobre vencejo que no te había hecho nada?

¡Por Dios, cómo chocheaba, fué un chorlito!  ¡Cómo puede haber alguien tan estúpido que los confunda!

Yo sí me acuerdo, y también me acuerdo de todo lo que te dije para  que entendieras el valor que tiene  la vida. Creo que asimilaste perfectamente mi perorata, pues jamás has vuelto a hacer algo así, de lo que, en gran medida, me atribuyo el mérito. Y a eso vamos. Recuerdo que una de las cosas que te dije es que si querías expiar tu mala acción, tenías que realizar un rito funerario con el vencejo, y que sólo si la ceremonia tenía una trascendencia para el alma, surtiría efecto. No sé en que consistió el rito que realizaste con tu víctima, pero lo que si está claro es que funcionó, pues insisto, no has vuelto a cargarte ningún otro bicho. Pues bien, esto es lo que te pido que hagas: quiero que hagas conmigo exactamente lo mismo que hiciste con el vencejo. Repite paso a paso sobre mis restos, todo lo que oficiaste con el pobre pajarraco, y así aseguramos... no se qué aseguramos, pero quiero que lo hagas. Recuerda que lo has prometido.
    Recibe un abrazo muy fuerte de tu tío que tanto te quiere, y que te seguirá queriendo y observando, desde el otro mundo.
                                                                Tío Calistos.

Estaba paralizado, con la carta entre los dedos, sentado en el viejo rodillo y notando un repentino sofoco que atenazaba mi garganta. El campanario de la iglesia sonó a lo lejos, y pensé que sería fantástico tener un buen reloj. La sensación de agobio era ahora aún mayor. Ya no era tan fácil respirar, y quizá por eso, solté una gran carcajada. Luego le sucedió otra, y otra más, hasta que conseguí recuperar el ritmo de una respiración normal. Entonces empecé a repasar el famoso rito que le hice al chorlito. El final lo tenía clarísimo, pero ¿qué hice antes de comérmelo?
                                           

                                        F   i   n











4 comentarios:

  1. Una joya, no me extraña que lo eligiesen como mejor relato. Buen ritmo, excelente prosa y un final cínico, además de sorprendente, que elimina dramatismo y lo relativiza todo. ¡Genial!

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    1. Muchas gracias Molina de Tirso por tu opinión y por tu análisis. Me encanta sobre todo lo del final cínico, pues esa era la intención. Gracias de nuevo.

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  2. ¡Maravilloso regalo! Para mí, es redondo. Hasta me trae sin cuidado que los tiempos continúen igual, siempre y cuando podamos leer más cuentos como este. Con estas fábulas, cualquier mal trago pasa mejor. Gracias por publicarlo.

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    1. gracias a ti por leerlo y sobre todo por leerlo como antídoto contra los malos tragos. Me alegro de que te sirva para aliviar el trance.

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