viernes, 27 de junio de 2014

Eficiencia ineficaz










Siempre he tenido la sospecha de que tanta obsesión en pos de la eficiencia no puede ser nada bueno. El perfeccionismo llevado a un extremo, la búsqueda de lo inmejorable, el devanamiento de la sesera hasta la extenuación persiguiendo lo sublime, el no conformarse con nada que no roce lo excelso…, todo esto es la consecuencia de un mundo pretendido impuesto por las grandes corporaciones y por las empresas dueñas de todo. Son ideas que pertenecen a consignas más que a necesidades intelectuales, es un afán competitivo llevado a un extremo de paranoia y como toda paranoia, no puede traer nada bueno. En Samsung, por ejemplo, tienen la obligación de crecer anualmente un mínimo marcado por sus amos, y si no se cumple, alguien lo paga con su puesto de trabajo. Este mandato conduce a la infelicidad, a la injusticia muy probablemente, a trabajar más horas y con mayor presión y, en definitiva, a una peor forma de estar en este mundo.
Vivimos en un universo lleno de imperfecciones, y nosotros nos empeñamos en buscar la perfección. Ni siquiera la constante de gravitación universal es realmente constante y el indispensable número “pi”, es un número irracional, que con eso está dicho todo, pero por si no fuera suficiente, diré que las cifras de sus decimales siguen y siguen sin ningún patrón hasta el infinito y aunque calculemos un millón de decimales no encontraremos ninguna pauta entre ellos. Buscamos pretenciosamente una rectitud que no existe, pues también la línea recta, a la larga, se acaba curvando, pues así es nuestro universo, deformado por su propia masa. Admitámoslo de una vez, vivimos en un espacio deforme y cualquier intento de crear la perfección acabará en un clamoroso  fracaso. Pero evitable.
Todas estas reflexiones las he recuperado de mi armario de trastos inservibles después de leer al economista Robert Reich que en un momento dado dice que Amazon es una empresa modelo. Es un clarísimo ejemplo de eficiencia donde todo está robotizado, digitalizado, sincronizado, optimizado, computerizado y como resultado de todos estos desvelos, ha facturado 75.000 millones de dólares el último año. El beneficio por acción en 2013 ha sido de más de medio dólar (aunque en 2012, tuvo una pérdida de 0,09$),  y tiene a 60.000 personas trabajando. Y ahora viene lo bueno. Resulta que una empresa con esos datos, debería dar trabajo, según sus cálculos a seiscientasmil personas, de modo que la búsqueda de la eficiencia, en este caso ha traído como consecuencia que trabajen la décima parte de personas que podrían haber trabajado. Ahora se me ocurre pensar, que si todas las empresas hacen algo similar para ser las más eficientes (si se reducen las plantillas y se exigen mayores resultados, aumenta la eficiencia), no quedará nadie que pueda comprar sus productos, por lo que estas grandes compañías perecerán aplastadas por su propia e inigualable eficiencia.
Ya lo sabíamos: nobody is perfect.






sábado, 21 de junio de 2014

Una de salmón






Siempre que me quiero deprimir (en mi caso las depresiones son voluntarias como medida para frenar tanta felicidad), pienso en los salmones. El salmón es un animal que goza de todas mis simpatías, o de casi todas, que tampoco quiero exagerar. Me gusta de él, lo andorrero que es, que no para quieto: nace en la parte más alta de los ríos, luego, tras dos años de infancia, si consigue que nadie se lo coma, se va nada menos que hasta el mar, y finalmente, como si de repente se acordara de algo de suma importancia que se dejó al salir de la guardería, vuelve al mismo lugar donde nació. Esto dicho así parece cualquier cosa, pero tiene un mérito enorme, pues en su regreso al lugar donde nació tiene que superar obstáculos impresionantes. Para empezar, a los osos, que no es cualquier tontería, luego a las águilas, y por supuesto al propio cansancio de remontar contra corriente (no hay otra forma de remontar) ríos muy caudalosos, a veces dando saltos de hasta 3,7 metros de altura. Por añadir un mérito más a su deportiva existencia, recorre 6,5 kilómetros diarios cuesta arriba, y yo, que soy montañero de altura, sé de qué estamos hablando. Encima, él lo hace sin porteadores.
Hay varios tipos de salmones (los del atlántico tienen una vida menos azarosa), pero al que yo me refiero, el del Pacífico, es tal cual lo he contado. Llegado este punto, podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿y por qué pienso en los salmones cuando busco deprimirme? Por lo que he contado de su existencia, está claro que llevan una vida llena de emociones, rodeados de paisajes fantásticos, en entornos naturales lejos de las aglomeraciones urbanas, y saltando de acá par allá, ¿qué tiene todo eso de deprimente? (podemos comparar esa vida con la del escarabajo pelotero, más apacible, menos riesgos, sí, pero siempre acarreando mierda). Pues tiene  de deprimente, que este animalito, que además está riquísimo, al final de sus días presenta un aspecto lamentable, que hasta da un poco de asco verlo. De repente se le pone el pico ganchudo, le sale joroba en el dorso, y sus colores siempre discretos, cambian a unos ronchones colorados, síntoma clarísimo de mala circulación o de abusar del orujo, no sé. Además, en sus últimos momentos, ya va el pobre como si tuviera la cadera rota, a trompicones, despacito y de lado, por no decir que  va de culo. Es, junto al hombre, el animal al que más se le nota la vejez.
Pues eso, para deprimirse.





viernes, 13 de junio de 2014

¡Vaya pelotas!






El fútbol es un deporte que a mí, por lo menos, me tiene fascinado. Fascinado en el sentido de dejarme estupefacto, que no lo entiendo, vamos. No entiendo su adicción social. Todas las semanas, hay dos o tres días en que la totalidad de las emisoras de radio (en España, al menos) están dedicadas a transmitir partidos de fútbol, que en el 98% de los casos, ignoro qué equipos juegan. Esta invasión exagerada tiene el efecto, en mi caso, de resultarme, por abusiva intromisión, un deporte insoportable. Y es una pena, porque no lo es. Es un deporte que en el caso de tener una preferencia clara para que gane uno de los dos contendientes, puede resultar muy excitante. Yo he mirado este invierno, creo que unos tres partidos, que me han mantenido atrapado en el sillón, sufriendo y disfrutando, según el pelotón estuviera en un bando o en otro, y lo he pasado en grande, como cualquier otro aficionado, supongo. Es decir, que el fútbol en si, está bien, lo que no está bien es su abuso. Y ahora viene una temporada de no parar, y la temo.
Ya hay tres himnos oficiales del mundial (lo cual tiene la ventaja de repartir el hastío), espacios diarios para hablar de lo que está pasando en Brasil, anuncios con el mundial de protagonista, promociones, ofertas de televisiones, camisetas y advertencias de que comprar la que no es oficial, es delito también para el comprador (manda pelotas, y yo qué sé si me están vendiendo la buena), y por supuesto, polémicas. Parece que el pueblo brasileño no tiene muy claro eso de gastarse una animalada de dinero en estadios, infraestructuras despejadas y trenes, y pide que se atiendan antes otras necesidades más acuciantes. Para evitar que las protestas vayan más lejos, las calles de las ciudades donde se celebran los encuentros están tomadas por la policía. No quiero ni pensar, qué puede pasar si la selección brasileña es eliminada en la primera fase. Entonces, ya no habrá nada que detenga a los que no aceptan los fastos, pues ni siquiera podrán disfrutar de la emoción de ver a su país metiendo goles.
Aquí, tenemos nuestra particular guerra con las primas que se van a llevar los jugadores por participar. Según vayan pasando de fase, van cobrando más pasta (la primera son 60.000 € y la victoria final, 720.000€). Es una barbaridad,  y esta es otra de las particularidades del fútbol que me tiene fascinado: el dinero que ganan, y el dinero que deben. Por lo visto no hay club en España que tenga sus cuentas en paz con hacienda, y los que más dinero deben (mucho), son los que más dinero reparten a sus jugadores. Tampoco entiendo que se les permita seguir debiendo tanta pasta a las arcas públicas mientras se pagan esas primas y esos fichajes. Ignoro si eso también sucede en otros países.
El fútbol es capaz de unir a los pueblos, y los une tanto que hasta puede conseguir que renuncien a su independencia (cualquier adiccióun esclaviza, queridos niños). Según he leído, la noticia de que el Barsa dejara de jugar en la liga española, en caso de la independencia de Cataluña, junto a que Francia ha dicho que no va a aceptar que juegue en la suya, ha creado más desafectos a las ridículas pretensiones de Mas que cualquier razonamiento bien argumentado. Lo que la razón y el sentido común, no pueden conseguir, la perspectiva de quedarse sin el “clásico” arrasa.

Sí, el fútbol me tiene fascinado.

Por cierto, si queréis que parte de las primas de los jugadores vayan a parar a comedores escolares, en caso de que ganen, podéis intentarlo firmando  AQUÏ.




jueves, 5 de junio de 2014

Gin&tonic








Me acuerdo de cuando yo bebía gin-tonic. En realidad yo bebía casi todo, pero más que nada gin-tonic, y he de decir que dejé de beberlo porque llegó un momento en que me cansé de repetir siempre mis exigencias, que casi nunca eran atendidas, y siempre me miraban como a un bicho raro al solicitarlas. En aquella época gloriosa era una lucha perdida cualquier intento de disfrutar de ese combinado mágico. Supongo que también sucedería algo parecido con su hermano de taberna, el cuba libre, pero dado que en mi vida lo he probado, me trae sin cuidado lo que hicieran con él.
Me cabe el honor de ser de las primeras personas en exigir que me sirvieran el gin-tonic en una copa, no en esos ridículos vasos de tubo diseñados para no se qué, pero desde luego, no para beber un combinado. Primero, porque no cabe en sus proporciones canónicas (siempre quedaba la mitad de la tónica dentro de su botella), luego porque es tan estrecho que la nariz está excluida en un momento tan sumamente delicado como es el de saborear, y por si todo eso fuera poco, para rematar su inutilidad para el trasiego de una bebida fría, la única forma de sujetarlo es poniendo la manaza, siempre caliente, a su alrededor.  Pero ese era el vaso que siempre te ponían al pedir un gin-tonic, independientemente de la categoría del establecimiento. La diferencia es que en los de mayor fuste, sí tenían copa de balón cuando la solicitabas.  Claro, que aún con copa de balón, el gin-tonic seguía siendo una porquería. ¿Por qué? porque la tónica la ponían caliente, jamás estaba fría, con el efecto de que nada más servirla, la mitad del hielo se convertía en agua y el resultado era que te bebías un gin-water-tonic. Pero yo, una vez más, precursor, exigía la tónica fría, y aquí sí que siempre, siempre, incluso en el Ritz, me topaba con un muro imposible de sortear. La reacción era invariable a mi pregunta de si podían ponerme la tónica fría: el camarero, con un destello de superioridad en la mirada, me respondía como si me estuviera revelando el misterio más insondable del universo: “no se preocupe, le pongo más hielo”.
Así es como yo dejé de tomar gin-tonic. Ahora también dejaría de tomarlo, pero por todo lo contrario. Digo yo que entre la mierda que había antes, y el vaso de macedonia que te ponen ahora, tiene que haber un punto intermedio. Resulta que el gin-tonic está de moda, y las cosas que están de moda, no sé que tienen, pero acaban infectadas de estupidez y eso me produce casi tanto rechazo como el vaso de tubo.
¿Quién me iba a decir a mí, después de tantas peleas mantenidas con diferentes camareros, que aún había una forma de tomar un gin-tonic que me iba a resultar más irritante que la acostumbrada?
Afortunadamente, ahora bebo tal cantidad de vino en la cena, que el gin-tonic es completamente innecesario para acabar una buena velada. Si acaso, una infusión, que tampoco. Precisamente el otro día estaba con mi vecino en un bar de supermoda oye, y el pobre infeliz se pidió un gin-tonic. Mi sorpresa (él estaba acostumbrado) es que traía una bolsita de infusión que tintaba de colorines la mar de vistosos la bebida arrebatándole su sobria presentación y yo diría que su dignidad. Ufano, me dijo: ahora, lo que se lleva es poner los botánicos en bolsa de infusión.
No entiendo qué hago con mi vecino tomando copas, la culpa es mía.
Así es mucho más cool, me dijo para rematar la faena.