sábado, 31 de diciembre de 2011

objetos perdidos.

Todos somos caprichosos y a todos nos gustan ciertas cosas en un momento dado y en otro diferente dejan de gustarnos. Eso es inevitable y a nadie le parece extraño, lo que sí resulta llamativo es que nos pongamos todos de acuerdo en apreciar ciertos objetos de forma unánime y a continuación y con la misma facilidad, ignorarlos. No me refiero a la moda que ya sabemos que está dirigida por intereses comerciales, sino a un impulso colectivo que se produce de forma inconsciente sin que medie la voluntad de nadie. De repente, por ejemplo, dejan de fabricarse paragüeros, o al menos, la gente ya no los pone en sus casas. Yo recuerdo de pequeño que en mi casa y en casa de mis abuelos y en las casas de mis tíos y de los tíos, las tías, abuelos y padres de mis amigos, en todas, digo, había un paragüero nada más entrar (claro, perdería su sentido si lo pusieran lejos de la puerta de entrada). Ahora, sencillamente, es un artilugio que ha dejado de existir. El caso es que sigue lloviendo de la misma manera y de hecho, se siguen comprando paraguas, supongo que con la misma asiduidad que antaño. ¿Dónde se dejan una vez que estás a resguardo de la lluvia dentro de una casa? Yo no lo sé pues he de reconocer que no uso paraguas. Menos paragüero.

Lo mismo le sucede a otro objeto odioso y repulsivo y que sin embargo, parecía vital en su momento. Me refiero a las escupideras. En las casas de bien, había una en cada rellano de escalera. Por supuesto proliferaban en todos los lugares públicos, a veces, acompañadas del nada glamuroso cartelito de “se prohíbe escupir en el suelo”. ¿Qué ha sido de nuestras flemas? Nadie lo sabe y nadie está interesado en averiguarlo pues el asunto da un poco de asco.

Otro tanto, y en la misma línea de detritus rinólogos, ha pasado con los pañuelos de nariz. Antes no había un día de la madre en que no se vendieran toneladas de pañuelos de nariz primorosamente bordados para nuestras abuelitas. Era su regalo indiscutido al que acudíamos con la certeza de acertar y la tranquilidad de no tener que estrujarnos la cabeza buscando otra opción por el mismo precio. ¿Han dejado de moquear las abuelas, o simplemente ya no nos importa que lo hagan a nariz suelta?

Podíamos enumerar un sinfín de objetos caducos, como pitilleras, monederos para caballeros (curiosamente las carteras de las mujeres llevan acoplado un compartimiento para guardar las monedas, inexistente en las carteras de los hombres. Por cierto, ¿por qué hacen diferentes unas y otras, si su función es la misma para ambos sexos?), agendas de bolsillo, bambas de nata,... en fin, cosas que ya no forman parte de nuestras vidas y que han sido reemplazadas por otras de las que no nos desprenderíamos ni bajo amenazas (véase el móvil) hasta que les llegue su hora de forma natural y pacífica como a todo lo que existe y dejará de existir.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Apariencia

Hay cosas que dentro de su apariencia normal ocultan terribles realidades muy diferentes a lo que nosotros suponemos que son. Tienen la capacidad de camuflarse en la rutina, de esconder su verdadera forma a los ojos más perspicaces y aparecer como un conjunto de diminutas subcosas que visto sin prestar demasiada atención y a cierta distancia resultan uniformes hasta en el tacto. Una vez descubrí en la portería de una casa, un gato de formidable aspecto, pero que su piel estaba formada por un número infinito de ratoncitos. Lo descubrí cuando fui a acariciarlo, y note que una multitud de pequeñas colas se agitaban según acercaba mi mano. Además, sus ojos eran un conglomerado de bolitas de cristal que giraban sin orden establecido, con lo que parecía que brillaban de una forma extraña. Supongo que si cogiera a uno de los pequeños ratones que estaban tapizando la piel del gato y lo analizara con un microscopio, descubriría que a su vez, estaba compuesto por miles de puercoespines dispuestos de forma ordenada y con las púas peinadas dócilmente hacia atrás. Esta puede ser la razón por la que no se debe acariciar a un gato a contrapelo.
En otra ocasión me di cuenta de que una de mis uñas estaba formada por una cantidad increíble de conchitas de mar. Desde aquel día introduzco de vez en cuando la mano en un barreño con agua y sal, para que se sienta feliz en un ambiente que en algún momento le fue familiar.
Esto es solo lo que yo he conseguido desentrañar, pero estoy seguro de que si nos fijamos en profundidad nos daremos cuenta de que este fenómeno afecta a todas las cosas que nos rodean y de las que solo percibimos su apariencia más exterior. Seguro que debajo de nosotros, de cada una de las personas que conocemos, hay algo que nos sorprenderá.
Me imagino por ejemplo a un vecino que tengo pesadísimo, hecho de diminutas barbacoas, por eso siempre que pasa a mi lado deja un inconfundible olor a chorizo criollo a la brasa. Su mujer, en cambio, debe estar compuesta de colas de lagartija pues es la persona más nerviosa que conozco, nunca se queda quieta y siempre la ves corriendo de un lado para otro, arrastrano algún niño formado por diminutos ositos de peluche.
¿De qué están hechos nuestros amigos más cercanos? ¿O ya puestos, qué guardan en su interior Rajoy, Esperanza Aguirre, Rubalcaba, el mismo rey que parece que nunca ha roto un plato…? Yo no quiero ni pensarlo pero mi recomendación es que nos fijemos muy bien. Pueden ocultar una realidad muy distinta que somos incapaces de ver.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Introito, y luego el cuento.


Me parece que he sido de las últimas personas en comprarse un teléfono móvil, de hecho el primero que tuve ni siquiera era mío, usaba el de Conchita que a su vez también se lo había cogido a alguien. Hay cosas, sin embargo, que en cuanto salen, zas, trato de hacerme con ellas lo antes posible y si lo consigo con anterioridad a mis amigos más cercanos, mucho mejor, pero con el teléfono móvil, ya digo, no me sucedió.

Exactamente lo mismo me ocurre con el blog. Siempre me he resistido como gato panza arriba a tener uno. En cierto modo me resulta un ejercicio de exhibicionismo, una falta de pudor. ¿Por qué diablos iba a querer yo mostrar a todo el mundo que pase por aquí, lo que yo digo, pienso, escribo, amo, detesto, o admiro? ¿Mis aficiones, las películas que he visto, el teatro, los conciertos, o los casinos y lupanares a los que acudo semanalmente?

No, en ese terreno jamás voy a entrar, pero dado que si no estás de alguna forma, la que sea, en la Red, sencillamente no existes, pues he pensado que quiero seguir existiendo, por lo que aquí me tenéis. Procuraré estar siempre de buena cara y si no lo consigo,… pues cierro y santas pascuas, que para algo uno es huraño ermitaño.


Mi primer post (ya empezamos mal, vaya palabreja más absurda), quiero que sea lo más amable posible, que sirva de felpudo para acoger al visitante antes de entrar. ¿Y qué mejor que un cuento de Navidad, mi cuento de Navidad, ancestral y machacón? Pues eso, aquí lo tenéis, y como ya he dicho que es un felpudo, si os place podéis limpiaros los pies en él.

Os deseo a todos felices fiestas y a mí, además, que me toque la lotería.




BLANCA Y LA NAVIDAD


El cuento de Navidad que a continuación vais a leer, en realidad no es un cuento, pues ha sucedido en la vida real, y como la historia se repite, ya lo sabemos, ha sucedido no una, sino varias veces.

La última fue, hace muchos, muchos años. Era abril, hacía mucho frío y la nieve aún se extendía por todo el valle…

-¡Alto!, si esto es un cuento de Navidad, ¿por qué lo sitúas en abril? ¡No puede ser!

-Puede, claro que puede, ten paciencia y verás que todo llega.

Pues bien, como os decía, ese año el invierno se resistía a dejar paso a la primavera, los árboles no florecían y el campo amanecía siempre escarchado. En el pueblo se comentaba que nunca se habían encontrado en una situación tan desesperada y que si los árboles no iban a dar fruto y tampoco la tierra, a ver qué iban a comer.

Todo el mundo se mostraba pesimista, con razón, y nadie sabía cómo se las iban a apañar para sobrevivir a un invierno tan duro y tan largo. Las gallinas ponían menos huevos, las ovejas pasaban hambre y los lobos también, aunque gracias a las ovejas, bastante menos. Las vacas daban poca leche…

-Un momento, un momento. En esas condiciones es de suponer que habrá una niña desvalida, ¿no?, además tratándose de un cuento de Navidad, pega bastante.

-Pues sí, efectivamente, ahora mismo iba a mencionarlo. Hay una niña desvalida que se llama,… su nombre es lo de menos. Es menuda, frágil, su rostro es el de un ángel y su cabello….

-¿…es como el trigo en agosto, y su mirada tiene la profundidad del mar?

-Pues no. Es morena con unas trenzas que parecen cables de ascensor y tiene mirada de pirada, con los ojos inyectados en sangre de ponerse ciega de canutos, ¿vale?

Como iba diciendo, esta niña era desvalida y su aspecto nada pone ni quita al drama en que de forma inopinada se vio envuelta. El drama de la vida y la muerte, la lucha eterna cuyo vencedor ya sabemos quién va a ser antes de iniciarse la contienda. Una condena irrevocable y cruel sobre la que a veces nos creamos la ilusión de estar amnistiados, una farsa, una pantomima, un engaño sin sentido pues nada lo tiene en esta representación a la estamos obligados a asistir como primeros actores…esto, ejem, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí!, resulta que el mes de abril pasó y llegó mayo. Un mayo tan terrible como había sido abril y antes marzo. El viento helado agrietaba las piedras, los días pasaban solitarios y en las noches las luces temblaban en la lejanía, moribundas y pálidas. Tan solo se escuchaba las campanas de la iglesia de forma monótona y, claro, triste, muy triste. Nadie se atrevía a salir de sus casas, nadie salvo Blanca. Blanca es el nombre de la niña desvalida, por cierto.

-Pero dijiste que el nombre era lo de menos.

-Ya, pues mentí. El nombre tiene una importancia capital en esta historia. Quizá sea lo más importante de todo, fíjate hasta dónde llego.

Bien, pues como os contaba, Blanca era el único habitante del pueblo que parecía sentirse ajeno a la maldición, incluso a veces, si estabas atento, podías observar como se dibujaba una sonrisa en su angelical rostro. ¿Acaso Blanca se había vuelto loca?. Su abuela estaba convencida, pero eso es algo que siempre había pensado de su nieta por lo que no tiene nada de extraordinario.

Pasó mayo y no pasó nada más. El tiempo seguía igual, con los mismos fríos y rigores de un invierno invasor que había entrado en el verano sin permitirle dar señales de vida. Ni en julio , ni en agosto. Todo invierno. El pueblo languidecía lentamente, los alimentos escaseaban y el fuego cada vez duraba menos en los hogares. Todo el mundo sufría las consecuencias de aquella anomalía, salvo Blanca, que como siempre había sido extremadamente delgada, su aspecto no había variado en nada. Su abuela, en cambio, había perdido más de 15 kilos, si bien es cierto que la orondez de la señora daba para perder unos cuantos más, de hecho, seguía estando gorda como un lechón.

Al verano le sucedió el otoño, con lo que el tiempo no hizo nada más que empeorar.

Blanca, impertérrita, tan solo un brillo acerado en su mirada.

Bien, os preguntaréis cómo podían sobrevivir en esas condiciones, ¿verdad? ¿cómo era posible que no desfallecieran por el hambre, el frío y sobre todo por el desánimo? Ya, pues esto no es nada comparado con lo que vino a continuación.

-¿Qué vino a continuación?

-El invierno, naturalmente.

El ser humano tiene algo mucho más admirable que su cacareada inteligencia, amigos míos, y sin duda es su enorme capacidad para adaptarse a las peores condiciones imaginables. Cuando todo parce que va ser el final, el hombre saca de su interior una fuerza sobrenatural que lo mantiene con entusiasmo en la lucha por la supervivencia. En esos momentos surge una energía incomprensible, infinita, de algún lugar inexplorado, que le salva la vida.

Esto sucede así en general, sin embargo los habitantes de aquél pueblo carecían de esta facultad salvífica, por lo que estaban, los que aún permanecían con vida, sumidos en la más profunda de las depresiones, sin ánimo para luchar y sin energías para intentarlo.

Pero de repente hubo algo que les hizo cambiar a todos de actitud y ver las cosas con renovadas esperanzas. Donde solo había oscuridad apareció la luz. Sí amigos, lo que pasó es que llegó la Navidad y ese pequeño acontecimiento llenó de ilusión de nuevo los corazones de aquella pobre gente.

Todo el mundo salió a la calle para recibir con alegría una nueva Navidad que como todos los años venía acompañada de… frío, nieve, heladas, niebla, temperaturas extremas, la noche más larga del año, cencellada,…

-¿cencellada, qué es cencellada?

-Cencellada es un hidrometeoro que consiste en que las gotas pulverizadas que forman la niebla se congelan. Resulta muy desagradable.

-Eso se llama cellisca.

-Cellisca es otra cosa, aún más desagradable si cabe, pues consiste en eso mismo pero impulsado por el viento a gran velocidad, y ahora que lo dices, también trajo celliscas la Navidad a aquel pueblo perdido y abandonado.

El caso es que, como he dicho, lo peor del año vino acompañando a la Navidad, con el agravante de que todo el mundo salió de sus casas a tocar la zambomba, a tirarse bolazos de nieve, a cantar villancicos,… todos estaban encantados, ilusionados, y por supuesto, todos estaban ateridos de frío. Pero no les importaba, por fin reinaba la alegría, y el optimismo había llegado de nuevo al pueblo. La vida volvía a ser bella.

Poco les duró la dicha: el resultado es que nadie pasó de la primera noche y antes de terminar la Navidad ya habían muerto todos. Pero eso sí, y esto es lo realmente aprovechable de este cuento, murieron felices pues a todos les inundaba la ilusión y es más valioso tener el corazón lleno de alegría que el estómago de turrón, aunque sea lo último que se experimente en la vida.

-Caramba, me dejas helado, no se si estar alegre por ellos, porque fueron felices, o sentirlo muchísimo.

-Si quieres mi opinión, me alegro una barbaridad de no haber estado allí.

-Ya, ¿y qué tiene que ver con todo lo que has contado la niña desvalida?

-¿Quién, Blanca?. Nada, nada en absoluto. La verdad es que lo de blanca me lo he inventado.