viernes, 31 de julio de 2015

La isla de Safir

Creo que es el momento de subir un relato para el verano. Ahora o nunca. Pues ahora.

(contra mi costumbre, es largo, pero es lo que tienen los relatos de verano)






LA ISLA DE SAFIR







  
Matías levantó la mirada con más intención de oler que de ver, chasqueó la lengua y conectó Radio Marítima para estar al tanto de las últimas informaciones. Mar, su novia, feliz en su desconocimiento, seguía disfrutando de la travesía. Pronto aparecieron densos nubarrones dispuestos a dar la razón al parte meteorológico que insistía en la formación de una fuerte tormenta en la zona. Las olas cada vez agitaban más  la ligera embarcación, tanto, que la siempre alegre sonrisa de Matías había dejado lugar a un gesto de cierta preocupación, que poco a poco se convirtió en otro de intensa angustia.


Oscar llevaba más de 10 horas en la isla a la que había ido a parar después de que su pequeño catamarán se hiciera trizas contra unas rocas y él salvara milagrosamente la vida. Tenía frío, miedo, dolor, y sobre todo, tenía mucha hambre. De sed tampoco andaba mal, aunque a base de chupar hojas mojadas por la lluvia se le había pasado bastante. No tenía ni la menor idea de dónde estaba. Era la primera vez que navegaba por aquellos mares, y lo único que sabía era que estaban jalonados de pequeñas islas, casi todas iguales, y entre las cuales, según le dijo el que le alquiló el catamarán, se movía el espíritu de Safir, una diosa local sin mayores pretensiones mitológicas.
“Menudas vacaciones”, pensó Oscar mientras buscaba afanosamente algo con que hacer fuego. Había llegado a Sishiyo tres días atrás, aprovechados íntegramente en reclamar unas maletas que se habían perdido, mirar miles de fotos de criminales tratando de identificar a los que le habían atracado nada más salir del aeropuerto, llamar a la agencia de viajes para protestar por un cambio repentino de hotel a otro de menor categoría, y pagar un precio abusivo por alquilar un catamarán que se había ido a pique.  Ahora, sencillamente, se encontraba en una isla perdida con escasas probabilidades de sobrevivir, y sin embargo era lo mejor que le había pasado en los últimos tres días.


La tempestad cada vez iba tomando más fuerza con esa voluntad que sólo se ve en la naturaleza y en algunos individuos de cuestionable inteligencia. Las olas, como expresión megalómana de la furia del mar, formaban rizos de espuma cinco metros por encima de dónde más tarde se deshacían, tan negras, que parecían las alas de un enorme murciélago atrapado en un charco de brea. Allí se debatía para seguir a flote el barco de Matías y Mar. Por poco tiempo. Matías trataba de dirigir la proa hacia dónde él sabía que había un pequeño islote, aunque no pudiera verlo. Su embarcación crujía en cada embestida con sobrecogedores chirridos amortiguados por todo el agua que había entrado, y había entrado tanta que si seguía flotando era de verdadero milagro. Lo que pasa es que los milagros no existen, y por eso se acabó hundiendo.


Oscar, finalmente, había conseguido algo parecido a comida, y lo estaba mirando con incertidumbre cuando oyó a alguien que no paraba de gritar a sus espaldas. Al principio pensó que era una especie de alucinación; más tarde pudo comprobar  que la alucinación se arrastraba por la playa escupiendo algas,  pequeños crustáceos y algún que otro pececillo. Mar, exhausta, miró a Oscar, hizo un gesto con la mano y se desmoronó pesadamente, aún señalando hacia el mar. Oscar corrió hacia el cuerpo inánime, le puso un coco podrido debajo de  la espalda y le hizo la respiración boca a boca hasta que Mar volvió, en medio de toses salobres, a la conciencia.
    - Matías, ¿dónde está Matías?
Oscar miró mar adentro, y a continuación puso cara de circunstancias. Fuera quién fuera Matías, a buen seguro, ya había dejado de serlo.
    -Tiene que aparecer –insistía Mar-, tiene que aparecer .
    -Claro, claro, pero tu ahora lo que tienes que hacer es descansar –Oscar no sabía qué decir. Aquella pobre muchacha le causaba una infinita tristeza-. Has tragado mucha agua.
    -¿Y Matías? – repetía monocorde la pobre Mar.
“Matías más” se dijo a sí mismo Oscar. Lentamente se incorporó y comenzó a andar por la playa sin saber muy bien porqué lo hacía. Pensó por primera vez en la muerte como algo que había tenido muy  cerca. No había sido consciente de ello, pero ahora se daba cuenta de que bien podía estar haciendo compañía a Matías. Y así ocurrió un instante después, pero no porque Oscar visitara el mundo de los muertos, sino porque Matías aún seguía en el de los vivos resoplando como un buey herido. Oscar lo distinguió a lo lejos,  apoyado contra una palmera que agitaba al ritmo de sus convulsiones. Oscar empezó a llamarlo a gritos y corrió hacia él chillando todo lo fuerte que podía, preso de una alegría inmensa. Mucho tiempo después se preguntaba porqué le hizo tanta ilusión ver a alguien a quién no conocía de nada. Quizá la presencia de la muerte estrecha los lazos entre las personas que siguen vivas.
Cuando Oscar llegó al lado de Matías, Mar, en el otro extremo de la playa, ya se había recuperado y miraba emocionada a su novio sano y salvo, hablando a lo lejos, con el extraño personaje que la había ayudado a recuperar la vida. ¿También lo había conseguido con él? Lentamente se levantó y andando pausadamente por la playa fue al encuentro de ellos que ya venían a buscarla. Cuando sólo quedaban escasos metros entre Mar y Matías,  aceleraron el paso y se abrazaron en silencio como nunca antes lo habían hecho. Oscar, pasados unos segundos, se unió emocionado al abrazo y así permanecieron los tres unidos hasta que el mar empujado por la marea, les llegaba ya por las rodillas.
    -¿Nadie tiene hambre? –preguntó Matías como si acabaran de terminar una partida de mus- Yo estoy que me muero.
    -¿Sabéis de algún restaurante por aquí cerca que se coma bien?
    -Yo conozco uno pero está a unas veinte millas náuticas en dirección hacia la tormenta. La comida es deplorable, te tratan como a un perro y te cobran el oro de Maquena por cenar. ¿Qué os parece?
    -Podemos intentarlo.
Repentinamente los tres personajes se echaron a reír como si acabaran de descubrir que podían hacerlo. Allí estaban, como si se conocieran de toda la vida y se lo estuvieran pasando fenomenal. Tan sólo les faltaba lo básico para sobrevivir.  Entonces decidieron explorar la isla sabiendo de antemano que se trataba de un pequeño islote sin ninguna importancia, rodeado de otros tantos islotes igualmente desmirriados. Claro, que tampoco podían esperar algo muy diferente estando en Micronesia. Emprendieron la marcha en dirección sur, animados por una conversación plenamente integrada en el entorno y circunstancias que los rodeaban.
    -¿Creéis que aquí habrá agua dulce? –preguntó Mar, que tenía tanta sal en la garganta como en su propio nombre.
    -No lo se; podemos dar la vuelta a la isla, y si hay algún arroyuelo, nos toparemos con su desembocadura.
    -¿Y si no?
    -Si no, tendremos que esperar al amanecer para beber el rocío –dijo Oscar, que ya tenía experiencia en libaciones matutinas.
    -O bebernos el agua de los cocos.
La propuesta funcionó como una invocación, y un coco del tamaño de una sandia cayó a escasos centímetros de Matías. Los tres, impulsados por el mismo acto reflejo, miraron hacia arriba, y los tres, una vez más compartiendo idéntica respuesta automática, se cubrieron la cabeza con los brazos al tiempo que se alejaban de la palmera, agachados, como si en esa postura fuera más sencilla la huida. Es curioso ver como los sistemas subconscientes de defensa se pueden equivocar tanto como los conscientes. Otro coco, aún más grande que su predecesor, impactó en la arena, casi en los talones de Matías. Oscar, que fue el primero en ponerse fuera del alcance de la lluvia de cocos, imprecaba indignado hacia la copa de la palmera.
    -¡Imbécil! ¿Qué querías, matarnos?
    -Pues sí –respondió una voz angulosa desde arriba. Detrás de la voz asomaba un rostro apergaminado por el sol y un tanto momificado, con incrustaciones de salitre.
    -¿De dónde ha salido ese majadero?
    -Mi nombre es John y puedo enseñaros la isla por 40 dólares, ¿de dónde venís?
    -Acabamos de salir del casino, ¿y tú?
    -No, qué va, yo no.
    -¿Y por qué tiras cocos a la gente?
    -Porque estoy subido a un cocotero y es lo único que tengo a mano.
    -Entonces baja ahora mismo o derribaremos la palmera –dijo tajante Matías.
John hizo caso y empezó a descender con sorprendente agilidad. Llevaba en la Isla tres o cuatro meses (no tenía una idea exacta porque estaba en proceso de perder la razón), y vivía en un chamizo construido por él mismo con los restos de lo que fue su embarcación antes de hacerse astillas contra los escollos que jalonaban la parte sur del islote. John se había dedicado al contrabando a pequeña escala, el trapicheo y el engaño a turistas, aunque, naturalmente, ya eran actividades que había dejado de practicar. El naufragio lo había redimido de su forma de ganarse la vida.
    -¿Puedo invitaros a mi casa? –el cambio de actitud de John evidenciaba su enajenación- no está muy lejos de aquí y para mí sería un honor.
    -¿Un honor?
    -Bueno, a lo mejor he exagerado un poco.
    -¿Hay agua en la isla?
    -Sí, claro. Tenemos un sistema de irrigación que recorre todas las zonas agrícolas, y luego, en cada casa tenemos agua corriente. Fría y caliente. Hemos pensado que el ferrocarril y Disney Wold podían esperar.
    -¿Los chiflados pueden ironizar? –preguntó Mar.
   

Wilka terminó su docena de almejas, se limpió las manos y se levantó para otear el mar. Siempre le habían gustado las almejas, y siempre se comía una docena exacta, aún ahora que podía disponer de cuantas quisiera por el mismo esfuerzo. Después, como cada tarde, se subió al promontorio desde donde divisaba toda la línea del horizonte. Con las manos haciendo visera para evitar el deslumbramiento del sol vio algo que le llamó la atención en una de las islas vecinas; exactamente en la que vivía John, el guía que contrató en Basúm, y del que guardaba como mejor recuerdo el momento en que se fueron a pique. Parecía que estaba con otras tres personas, tres seres humanos desconocidos, tres esperanzas nuevas. Inmediatamente bajó a la playa y se lanzó al agua; con su estupenda forma física, a buena braza,  estaría en la otra isla en poco menos de una hora.
Al cabo de cuarenta minutos, Mar, Oscar y Matías seguían en el mismo sitio después  de circundar la isla, que era, efectivamente, insignificante. John les estaba esperando subido a otro cocotero y en cuanto los vio bajó corriendo a su encuentro.
  -¿Qué tal la vuelta al mundo, chicos?¿No os habréis topado con los piratas azules, verdad?
Matías miró a John de arriba abajo con esa mirada que sólo se usa cuando te encuentras con alguien vestido de Napoleón. 
    -¡Cuidado, detrás de vosotros  hay una bruja! –Insistió John en su demencia.
Matías reforzó su mirada levantando una ceja. Los otros dos, obedientes a la advertencia, se dieron la vuelta y vieron a Wilka saliendo del agua. Oscar fue el único que dijo algo; con la boca abierta, por cierto.
    -¡Mi madre, vaya bruja!
Wilka, con la cabeza ladeada sobre un hombro mientras escurría su larga melena rubia, la piel brillante, tostada, y tensa como la badana de un tambor, y una mirada azul y punzante,  parecía, saliendo del mar,  una versión moderna y sicalíptica del Nacimiento de Venus.  Oscar hubiera permanecido unas cuantas horas sin moverse de su sitio con la voluntad raptada por la contemplación mística de la diosa, pero pasados unos minutos tuvo la necesidad de respirar. Mar miró a Wilka tan solo unas fracciones de segundo antes de desviar la mirada a su novio por si advertía algún tipo de mutación en él, que trató de disimular su turbación con escasos resultados. Dirigiéndose hacia los pechos de Wilka balbuceó:
    -Hola, nosotros somos, Mar, nuestro amigo salvador, y yo, que soy Matías –carraspeó antes de terminar-. Náufragos.
Wilka sonrió a los tres dedicando especial atención a Oscar, el primero a quien tendió la mano.
    -Hola Salvador.
    -Salvador es su ocupación –terció Mar-, no su nombre. Se llama... oye, ¿cómo te llamas?
    -Oscar, ¿y tú? –la pregunta se la dirigió  a Wilka, ignorando a Mar.
    -Wilka… bueno, ya estamos todos presentados, qué bien. ¿Erais los únicos en la embarcación…?
    -Un momento –John interrumpió indignado-. ¿Es que yo no pinto nada en todo esto?¿Acaso yo no soy un náufrago como el que más?¿Pensáis que no tengo sentimientos?
Wilka lanzó una mirada a John dejando claro que sabía cómo mirar con asco; sin crueldad, pero sin misericordia, una mirada que manda callar. John agachó la cabeza al tiempo que se buscaba algún dedo que le faltara de las manos. Todos comprendieron que John y Wilka ya habían sido presentados anteriormente.
    -Yo llegué a esta isla –empezó Oscar tratando de poner un tono de voz interesante- hace un día y medio. Mar apareció esta tarde medio ahogada y después llegó Matías que también se ha salvado de morir ahogado por muy poco. Todos nos encontramos aquí como consecuencia de haber naufragado.
Oscar hizo una pequeña pausa por si sus compañeros querían añadir algo, pero estaba claro que le habían dejado a él como portavoz del grupo.
    -Supongo que al lanzador de cocos y a ti, os pasaría algo parecido, ¿no?
    -Algo parecido –sentenció Wilka-. ¿Tenéis hambre?
    -El lanzador de cocos, tiene un nombre.
    -La verdad es que estamos hambrientos.
    -John, me llamo John, y tampoco es que me pase la vida lanzando cocos.
    -Yo se cómo conseguir ciertos alimentos, crustáceos, moluscos, peces,…de hecho, en mi isla –Wilka señaló una costra de tierra hacia el sur- tengo una pequeña despensa,…pero más vale que nos procuremos la comida sin tener que nadar.
    -¿Queréis cocos? Yo sé cómo atraparlos.
    -¿Por qué vives en otra isla? –preguntó Mar.
    -Por no aguantarme. Dice que soy un pesado –dijo lastimeramente John-. Además cree que yo hundí el barco a propósito…
La mirada de Wilka, capaz de muchas cosas, últimamente se había especializado en hacer callar a John.
    -Este miserable es un contrabandista –dijo- y había quedado con sus colegas en este islote en pasarles una mercancía muy especial: una turista.
    -Se refiere a los piratas azules, pero yo,…
Otra mirada de Wilka, otro silencio de John.
    -Aunque la embarcación la patroneaba yo, lo contraté como guía. Entonces él insistió en que había una isla, ésta, que por un efecto óptico, se podía ver la cara de Safir reflejada en la bahía.
    -Safir, una reina indígena que se convirtió en la diosa de estos mares cuando la isla donde nació fue destruida por un volcán –interrumpió John poniéndose un pelín redicho- . Tiene poderes mágicos.
    -Cuando entramos en la cala –continuó Wilka inalterable- enseguida me di cuenta de la añagaza y viré en redondo, pero este rufián trató de impedirlo, y en el forcejeo se estrelló el barco contra unas rocas.
En este punto del relato, todos miraron a John de tal forma que este dio un paso hacia atrás.
    -Encima le salvé la vida, porque el muy imbécil se estaba ahogando. Le traje como pude a esta isla y yo me fui al día siguiente a la de enfrente.
    -¿Y los piratas azules? –preguntó Oscar fascinado por la historia.
    -Supongo que se marcharían pensando que nos habíamos ahogado los dos.
    -No, qué va. Siguen aquí –intervino John.
    -¿Dónde? –preguntó Matías que hasta este momento no había dicho ni mu.
    -Detrás de vosotros.
Los cuatro se dieron la vuelta, y efectivamente, a lo lejos vieron a tres individuos que caminaban resueltamente hacia  ellos. En las manos llevaban unas ramas de palmera muy raras, que según se iban acercando, se iban pareciendo más a unas metralletas. Matías pasó su brazo por encima del hombro de Mar, Oscar se acercó a Wilka hasta llegar a tocarla furtivamente, y John se subió a su cocotero.
Cuando alguien sobrevive a un naufragio y ha pasado los azarosos momentos  que lo preceden en que la vida aparece como una incierta probabilidad y logra al fin asentar sus pies sobre la reconfortante superficie inamovible de tierra firme, muy mal se tienen que poner las cosas para no sentirse realmente afortunado. Pues bien, ninguno de los náufragos que había entonces en aquella playa se encontraba conforme con su suerte. Además, la tormenta que había mandado a pique a Matías, Mar y Oscar, volvía a hacerse notar con más fuerza y vigor. Ninguno de los tres sabía muy bien qué hacer, y miraron a Wilka dispuestos a seguir sus movimientos. Ella, por su parte, se encontraba mucho más segura ahora con la presencia de los tres nuevos personajes, y en vez de salir corriendo, o nadando, que es lo que hubiera hecho de estar sola, se limitó  a expresar sus cavilaciones buscando nuevas aportaciones del grupo.
    -Si están aquí esos tipos, significa que deben tener su embarcación por algún lado.
    -En tal caso, podríamos nadar hasta ella y largarnos de aquí –dijo Matías.
    -¿Y si han dejado a un compinche a bordo vigilando? –Mar, siempre tan cautelosa.
    -Uno, no. Han dejado a dos compinches, porque los piratas azules son cinco, todo el mundo lo sabe. Cómo los Beatles –Era Jhon, gritando desde su cocotero, y demostrando que no era un gran seguidor de los Beatles.
    -Entonces no se ha quedado ningún pirata azul vigilando en su barco –dijo Oscar mirando en sentido contrario- porque los dos que faltan vienen por el otro lado.
Efectivamente, a mucha menos distancia aparecieron por la retaguardia otros dos individuos imponentes y feos como diablos. Estaban rodeados. Un trueno retumbó en el cielo contribuyendo a crear un ambiente de terror que sin embargo, aún no había hecho presa en los náufragos. Pero el hecho más sorprendente es que no salían las cuentas: detrás de los dos tipos feos, aparecieron otros dos, con lo cual, teníamos ya, no cinco, sino siete piratas azules.
    -Un momento –era Jhon encaramado a la palmera-, esos tíos no son los piratas azules. Los conozco bien. Estos, desde luego, son mucho más feos, ... caray,  y son más.
Realmente, ya no podían hacer nada. Los tenían encima y la única forma de librarse de ellos es que les cayera un rayo encima. Cayó un rayo. Lejos. Pero allí mismo empezó a llover de tal manera que salieron corriendo, no por escapar de los tipejos que los rodeaban, sino para buscar refugio donde guarecerse del terrible chaparrón. Incluso John bajó de su palmera para buscar un sitio más seguro. Huyeron todo lo rápido que podían hacia el único sitio posible, hacia el interior de la isla. Corrieron a través de una vegetación tan tupida que casi no pisaban el suelo. A la cabeza iba Wilka saltando y abriéndose camino con tanta habilidad, que daba la sensación de que fuera algo que hiciera todas las tardes. El resto la seguía a toda velocidad sin tener muy claro si podrían continuar haciéndolo por mucho tiempo, hasta que finalmente, llegaron a una pared de roca. Una pared de granito completamente vertical, un muro que detenía su huida y los dejaba a merced de sus perseguidores. Afortunadamente, se abría una estupenda cueva, justo a escasos metros de donde estaban. Entraron apresuradamente a punto de vomitar los pulmones y poco a poco recuperaron el resuello hasta que, pasados diez minutos, fueron capaces de articular el habla.
    -Vaya forma de llover, ¿eh?
Parecía que lo de menos es que siete tíos malencarados y armados con metralletas fueran tras ellos.
    -Se me ha olvidado coger algún coco por si las moscas.
    -¿Y la gentuza esa, alguien se ha fijado hacia donde han tirado?
La respuesta a esa pregunta entró en tropel en la cueva. De repente se encontraron todos juntos, los 5 náufragos y los siete malhechores que acababan de llegar chorreando agua. Ahí estaban, como boy scouts de excursión, mirándose los unos a los otros, y todos igual de sorprendidos de encontrarse. Los recién llegados no sabían si apuntar con sus fusiles a los náufragos o hacer algún comentario de ascensor sobre asuntos meteorológicos. Estaba  claro que en ningún momento los habían perseguido.
    -Hooola, buenas tardes tengan ustedes – dijo el peor encarado de los siete con una ligera inclinación de cabeza, y un marcado acento sudamericano, lo cual, en aquellas latitudes, contribuía generosamente a aumentar el desconcierto de todos. Su fúsil se inclinó al mismo tiempo en una acompasada coreografía-. Ustedes son los gringos que estaban en la playa, ¿no es cierto? –el tono de voz trataba de ser amable y respetuoso.
    -Si, éramos nosotros, ¿qué tal todo?
    -Bueeeeno, no podemos quejarnos, la verdad –el malencarado no sabía exactamente cómo manejar su desconcierto-. Perdónenme mi curiosidad, pero es que no es muy habitual encontrarse a gente en una isla desierta, ¿vienen mucho por aquí?
    -Sólo cuando naufragamos –Mar no podía resistirse nunca a los comentarios fuera de lugar. No obstante, el malencarado pareció tranquilizarse con la respuesta.
    -Aaaah, eso es lo que me parecía a mí, y se lo dije a mis compañeros antes, en la playa, cuando los vimos. Les dije: eh, yo creo que esos tipos necesitan ayuda, vayamos a ver si podemos echarles una mano, pero de repente ustedes se pusieron a correr como alma que lleva el diablo, y no más, desaparecieron,...
    -Si, claro, la lluvia, los fusiles,... en fin, pensamos que correr podía ser una buena idea... –Mar seguía en su línea.
    -¿Los fusiles? –parecía que el malencarado acabara de darse cuenta de que llevaba un enorme Kalasnicov colgando de su hombro- Yaaa, no se asusten,... es porque por acá hay gente muy, pero que muy mala, ¿saben?
    -Sí, los piratas azules –John parecía disfrutar con la situación. Claro estaba loco.
    -¿Ah, los conocen ustedes?
    -Ya lo creo. Son amigos míos.
La expresión del malencarado y sus compinches cambió súbitamente. De repente, todos pasaron de un relajado descuido a un crispado “prevengan”. Hasta las armas se hicieron notar con un entrechocar metálico.
    -No hagan caso a este perturbado – Matías parecía disculparse-, en cuanto le separan de los cocoteros empieza a decir tonterías. Bueno, en realidad, las dice aunque esté rodeado de cocos, pero si los lanza, parece que se calma un poco. 
El malencarado miró a Matías convencido de que estaba delante de un marciano. Un rayo acuchilló el cielo y llenó la cueva de una luz extraterrestre y azul. Sirvió para desviar la atención de la conversación.
    -Vaya tormentita, ¿eh? –dijo Oscar frotándose las palmas de las manos como dando a entender que además hacía frío.
    -La verdad es que no me extraña que naufragaran ustedes –siguió el malencarado-. De hecho, nosotros casi nos vemos en las mismas, ¿no es cierto, muchachos?
Los muchachos dieron muestras por gestos, de que sí, que efectivamente, casi se ven en las mismas. Incluso uno de ellos llegó a expresar de palabra lo fácil que era naufragar con ese tiempo. Cuando otro de sus colegas se iba a sumar al consenso general sobre las condiciones favorables para los naufragios, llegó de fuera el inconfundible griterío de un grupo de escolares alborozados. Todos se callaron, sin mover un músculo, esperando que se tratara de un espejismo acústico. Pero no había duda; claramente una buena caterva de críos había descubierto la cueva y venían corriendo a meterse en ella. Los rufianes, los náufragos y el loco, todos, se miraron absolutamente desconcertados. ¿A qué clase de isla desierta habían ido a parar? De repente fueron invadidos por las hordas de Atila en pequeñito. Una cantidad innumerable de críos entró en tropel en la cueva sin dar ninguna importancia al hecho de que un montón de adultos, muchos de ellos armados, ya estuvieran dentro. La inconsciencia, en multitud, es incompatible con el miedo. Detrás de la mocosería llegó un reducido grupo de treintañeros vestidos de manera ridícula, con pantalones cortos, gorras de béisbol con la visera para atrás, y zapatillas deportivas de vivos colores. Uno de ellos, además, gritaba con un tono de voz innecesariamente agudo.
    -En fila, niños, os he dicho mil veces que cuando entréis en un sitio tenéis que hacerlo en fila –se desgañitaba el de la voz inmisericorde-. Fijaos en Carlitos.
Naturalmente, ninguno se fijó en Carlitos, sobre todo, porque por muy buena disposición que tuviera Carlitos, él solo no podría ponerse en fila para servir de ejemplo a sus compañeros.
Otro de los treintañeros trataba en vano de sacudirse el agua golpeando los pies contra el suelo mientras murmuraba algo a cerca de que siempre que decidían hacer una excursión acababa lloviendo. Oscar, Wilka, Mar, Matías, Jhon y los siete hombres armados, asistían perplejos a la súbita aparición de los niños y sus cuidadores sin dar crédito a lo que estaban viendo. Fue el malencarado, acostumbrado ya a dar apariencia de normalidad a una situación completamente disparatada, el primero en hablar.
    -Ejem,…¿son de algún colegio de por acá?
Uno de los cuidadores se sintió aludido y contestó como si la pregunta se la acabara de hacer  la taquillera de un museo.
    -Sí. Somos nueve profesores y  45 niños en un viaje de estudios patrocinado por leches La Gurulesa. Ganamos el concurso escolar de este año, “un día en la granja”, esponsorizado, como ya le digo por la leche La Gurulesa.
La mirada de estupefacción del malencarado era un elaborado himno a la incomprensión. Cada uno de los músculos de su cara, acostumbrados a tener muy claro si tenían que expresar indiferencia, desprecio, ira,….todo una variedad de emociones, ahora estaban sin saber exactamente qué hacer. Algunos se contraían, otros, sueltos como postas, dibujaban una mueca vacía de inteligencia. Los ojos, encargados de dar expresividad al gesto seleccionado en el subconsciente, se mantenían con la distancia focal invariable, lo que proporcionaba a la mirada una ausencia absoluta de todo. El educador lo interpretó a su manera.
    -¡Claro!, le sorprende ver que sólo estamos la mitad, ¿verdad?
    -Sí, esa es mi gran sorpresa de hoy.
    -Normal, pero todo tiene una explicación. ¡Juanito, por favor, deja de meter piedrecitas en el pistolón del señor! Verá, es que nuestro grupo es sólo una parte. La otra mitad va en otro barco. Entonces, el temporal nos pilló de lleno, y nosotros naufragamos, mejor dicho, embarrancamos en la playa.
    -Claro, con este tiempo -dijeron todos los forajidos como una sola voz.
El treintañero sacó de una bolsa estanca un teléfono móvil notoriamente echado a perder por la cantidad de agua que le había entrado.
    -… es curioso: esta bolsa ha funcionado perfectamente durante el naufragio, y con el chaparrón se ha llenado de agua.
    -Yo tengo un cargador en mi mochila –dijo otro de los tutores, como si eso fuera a arreglar el estropicio en el teléfono- ¿lo quieres?
    -Sí, luego me lo dejas –aceptó su compañero dando por sentado que la cueva estaba llena de enchufes-. El caso es que el otro barco pasará a recogernos en cuanto amaine el temporal. Saben perfectamente donde nos encontramos y todo es cuestión de esperar -el treintañero hizo una pequeña pausa que aprovechó para sacudir su móvil- ¿Y ustedes?
    -Estábamos a punto de desesperarnos.
    -Claro –convino el del teléfono móvil-, es que este tiempo es deprimente.
    -Encima sin tener un solo coco que tirar a los piratas azules
    -¿Piratas azules?


Los piratas azules, gente realmente terrible y sanguinaria, eran extorsionadores, traficantes, asesinos, proxenetas, pornógrafos, evasores de impuestos, explotadores, matones, y todo por una única causa: acumular una enorme cantidad de dinero. Tenían una fortuna, ganada golpe a golpe, que era necesario guardar en algún sitio. Ahora además,  acababan de obtener una importante suma de dinero por la venta de armamento ligero, que se sumaba a lo ya acumulado. Un armamento, por cierto, caduco  que no funcionaba, por lo que los guerrilleros sudamericanos que lo habían comprado los andaban buscando para hacer las oportunas reclamaciones. No eran sus únicos perseguidores, también tenían a un buen número de guardacostas tras ellos, como es natural. Lo mejor, decidieron, era deshacerse del dinero escondiéndolo en algún sitio seguro. Es lo que tarde o temprano acaban haciendo todos los piratas. Por seguir la vieja tradición, buscaron un islote deshabitado, y se dirigieron a uno, que en cierta ocasión, hace ya más de dos meses, visitaron para un pequeño asunto de trata de blanca (sólo iban a conseguir una), pero que acabó saliendo mal por culpa del panoli encargado de llevar el pececillo a la red. La Isla era perfecta para sus propósitos, pequeña, lejana, perdida entre otros islotes y deshabitada. ¿Deshabitada? Realmente nunca había estado deshabitada pues era la morada de Safir, la diosa justiciera y poderosa.
Por fin, después de terribles sufrimientos por la tormenta repentina que se había desencadenado, lograron llegar a una de las playas con la embarcación a punto de irse a pique. Bajo un imponente aguacero pudieron esconder su botín a los pies de un cocotero solitario, previo a una vegetación exagerada que acababa en una pared de roca. Sólo Safir conocía el lugar del tesoro. Después, exhaustos de cavar, se fueron con la dulce sensación de haber hecho bien su trabajo. Atrás dejaron las ganancias de todos sus delitos y se adentraron de nuevo en el mar con la idea de alejarse lo más rápidamente posible del islote.


Al poco tiempo, la tormenta cesó y un brillante sol surgió en el horizonte sólo para saludar a esa parte del mundo antes de volver a ocultarse en un colorido ocaso. La tarde quedó limpia, con olor a naturaleza y tenuemente cálida. Ese tipo de tardes que en cualquier playa del mundo se pueden ver niños jugando con la arena, buscando pequeñas conchitas de mar, sus diminutos tesoros, haciendo hoyos, muchos hoyos y algunos cerca de los cocoteros, ¿por qué no? 
Niños contentos y felices que repentinamente pueden ser presos de un frenesí que a veces es compartido por los adultos que los acompañan.   








F i  n.


miércoles, 22 de julio de 2015

Dos amigos en el sófa










No hay nada como desmantelar una casa. Nada igual de terrible si se trata de una casa en la que has vivido una gran parte de tu vida, quizá la mejor parte. Es como asistir a la muerte de algo, no sé muy bien de qué, pero me consta que se trata de una muerte pues todo resulta irrecuperable. Sacudes las paredes y caen recuerdos desconchados del techo, trozos de conversaciones que se acumulan sobre los zócalos formando pelusillas de polvo. La penosa tarea de barrerlas, terrible, de verdad.
No voy a entrar en detalles, porque tengo por costumbre que mis artiblogs sean breves, así que iré directamente al grano, así de paso, evito que se me llenen los ojos de lágrimas. Por el polvo.

He encontrado una foto de hace una eternidad, probablemente pertenezca a mi anterior encarnación.
Muchas fotos que nos hemos hecho César y yo a lo largo de nuestra juventud evidencian diferentes rasgos de demencia, extravagancia o directamente motivos suficientes para dudar de nuestro equilibrio mental, pero ésta, además, representa perfectamente la forma en que se desarrollaba nuestra existencia cuando rondábamos los veinte años. Es una alegoría de cómo nos tomábamos la vida y también, la respuesta que obteníamos de la vida misma. Se trata de una fotografía que nos hicimos en mi casa, con disparador automático, en la que aparecemos en un sofá, pero naturalmente no estamos sentados. Ni tumbados o repantigados. Estamos… al revés. La cabeza apoyada en el asiento asomando entre nuestras piernas abiertas y con las rodillas en el borde del sofá. Un intento vano de hacer el pino con resultado de grotesca postura en pompa. Un logro de nuestras más recónditas intenciones de cómo quedar inmortalizados. Ambas figuras, la de un César melenudo y delgado, y la mía, de cuerpo pollo, son exactas, la única diferencia es el tamaño. Una coreografía perfecta. Una cuchufleta al mundo, sin saber que el mundo nos la devolvería en otros momentos con idéntico desdén, pues si hay algo que no perdona la vida es que nos la tomemos a guasa. Sobre la mesa del salón, no hay indicios de alcohol ni canutos, ¿para qué?, no necesitábamos demasiados estímulos para que nuestro comportamiento ante una cámara de fotos fuera de tal guisa (lo cual no excluye en modo alguno una marcada tendencia al desquiciamiento por todo tipo de sustancias imaginables). Era nuestra forma de encarar al mundo: poniéndonos al revés, a contracorriente, como si de esa forma resultara más cómodo moverse por él, inconscientes de los evidentes peligros de estar equivocados.  Muchos años después de esa foto parece que no se aprecian demasiados  estragos achacables a la forma en la que nos captó la cámara; no quedaron secuelas de esa mala postura, ni lumbalgias o dislocamientos cervicales.

Claro que nunca sabremos que hubiera sido de nosotros si nos hubiéramos colocado correctamente en aquel sofá para salir en la foto: mirada desafiante, sonrisa de medio lado, piernas cruzadas mostrando calcetines perfectamente estirados,  y ningún rastro de locura en la mirada.






sábado, 11 de julio de 2015

El pedo revelador






(variación sobre un relato clásico que siempre se cuenta en las frías noches de invierno a los niños para que aprendan a ser felices)


Borgulio Nicetas de Alejandría, el basileo de la Catedral de Constantinopla, Fabio Burnio Escalfás del lejano Reino de Cimeria, Ursulo el Loco de la Baja Mesopanindia, el mago Falfás de Aquitania, el venerable maestro del Templo de Salomón, Sádala de Artemisa señora de los Siete Reinos de la península de Balcorcia y todo el consejo de sabios del Supremo Concilio del Oriente Supremo, estuvieron de acuerdo en que ninguno tenía la menor idea de cómo resolver aquél impenetrable enigma. Claro, ese no era un asunto sobre el que pudieran ponerse de acuerdo o no, era así y ya está, pero no podían faltar a su costumbre de terminar sus reuniones con la fórmula de  “estuvieron de acuerdo”, o “no estuvieron de acuerdo”, esta última mucho más frecuente.
    -Es un enigma insondable que sobrepasa nuestra capacidad de comprensión –dijo resignado el miembro más venerado del consejo de sabios.
    -Sí, es la repanocha –dijo el mago Falfás que no era partidario de la grandilocuencia.
    -Mis ejércitos han batido todos los territorios conocidos en su búsqueda y han vuelto con las manos tan vacías como cuando partieron –declaró solemne el general Fabio Burnio Escalfás mostrando las palmas limpias de sus manos.
    -Yo he bajado a las cuevas más profundas de la tierra.
    -Y yo subido a las cimas más altas de las montañas Zagros donde solo habitan los dioses.
    -Y yo lo he buscado dentro de los volcanes –dijo un gran guerrero con la cara tiznada, la armadura totalmente ennegrecida y el astil de su lanza aún humeante. Las plumas de su casco seguían ardiendo tímidamente.
Cada uno de los presentes relató la historia de su fracaso hasta que al final se produjo un silencio que lo llenaba todo. Ni siquiera un carraspeo. Entonces, de repente, cuando ya los más ancianos empezaban a quedarse dormidos, se escuchó el sonido inconfundible de un enorme pedo que procedía del fondo de la sala. La ventosidad retumbó con una sonoridad multiplicada por el ominoso silencio precedente, como un estallido bestial que terminó con un aflautado escape que hacía temer mefíticas emanaciones de una digestión en su fase final.
    -Qué olor tan espantoso –dijo alguien-, ¿quién se ha tirado ese descomunal pedo?
A continuación surgió la vocecilla de un niño que parecía que iba a romper a reír.
    -El que lo huele, debajo lo tiene.
En ese momento, todo el mundo, incluyendo al guerrero chamuscado que era el que peor parado había salido, comprendió la solución del enigma.
El miembro más venerado del consejo de sabios se levantó con los brazos abiertos y exclamó jubiloso:
    -Felicitémosnos todos, pues el enigma queda resuelto: ya sabemos donde buscar la felicidad con la seguridad de que la vamos a encontrar –señaló hacia el fondo de la sala de donde surgió el inconmensurable cuesco-. Igual que ese pedo revelador, la felicidad la tenemos dentro de nosotros mismos, no hay que ir lejos para encontrarla. Estamos sentados sobre nuestra felicidad sin saberlo, todo lo que tenemos que hacer es levantarnos para hacernos con ella.Y ahora por favor, que alguien abra las ventanas.
Todo el mundo celebró que por fin se había resuelto el enigma y algunos propusieron otorgar la Gran Medalla De Honor de los Quince Reinos,  al autor del pedo, excepto los que estaban más cerca de él que propusieron lincharlo.








martes, 7 de julio de 2015

Ochos años de nada








Hay verbos que solo se pueden conjugar para referirse a un momento único, y lo que sucede en ese momento no se puede repetir en otra ocasión. Por ejemplo nacer. No puedes decir: la tercera vez que mi primo Dario nació, precisamente yo estaba en su casa hablando con él. Morir es otro ejemplo clarísimo, solo se muere una vez. Son verbos terminales. Lo mismo le sucede al reflexivo “enterarse”. Uno se “entera” de algo en un momento dado, y en las siguientes ocasiones ya está avisado por lo que no se puede volver a enterar, sin embargo, por extraño que parezca, el otro día yo me enteré por quinta vez de que para hacer el cálculo de las pensiones, solo tienen en cuenta los últimos ocho años. Lo que hayas cotizado en los otros veintidós años, como mínimo, no cuenta para nada. Y me enteré por quinta vez porque las cuatro primeras me parecía tan injusto que preferí no darme por enterado. Para empezar, esa medida da pie a que los trabajadores más jóvenes intenten pagar lo mínimo, total, ¿qué más les da?
Pero sobre todo es injusto, muy injusto, porque  a mí me perjudica. Sin embargo lo he estado pensando, y puede que sea injusto, pero es natural, y esto nos lleva a darnos cuenta una vez más (otro caso en que nos enteramos de algo por enésima vez), de que la naturaleza puede ser muy bonita pero siempre es injusta. Naturaleza y justicia son términos opuestos.
En efecto, jamás se hace la media de nada y siempre se tiene en cuenta tan solo los últimos momentos, que pueden ser ocho años, como en el caso de las jubilaciones, o bien ocho segundos, o lo que sea. Una pareja que ha compartido su vida veintisiete años, pongo por  caso, y justo el último mes es un desastre donde se producen infidelidades o cualquier cosa que podamos imaginar, a la hora de hacer el cómputo solo cuenta el último mes, de nada sirven los anteriores veintisiete años. El divorcio es cosa cantada. O en una empresa, donde nos hemos dejado la piel año tras año, cumpliendo con nuestro trabajo de forma eficaz, si estamos, por ejemplo no mas de un par de meses cagándola, podemos darnos por despedidos. Dos meses, ese es el tiempo que se tiene en cuenta a la hora de valorar nuestras capacidades profesionales. Por no hablar de la temerosa gacela que siempre se asegura de ir a hacer su digestión por fases buscando un buen cobijo, como un día se le ocurra estornudar justo cuando pasa el león, muerte segura. Ha bastado una fracción de segundo, que es lo que dura un estornudo; los anteriores años de permanente cuidado comiendo a las prisas, que ni lo disfrutas, no cuentan para nada.

A mi me queda una eternidad para la jubilación (en esta apreciación es fundamental tener en cuenta la relatividad del tiempo como medida subjetiva), así que con toda seguridad, antes de que se produzca me enteraré otra vez de que solo cuentan los últimos ocho años, que como en todos los ejemplos anteriores, son los más desastrosos.

Nota aclaratoria: me acaba de informar mi amigo Paco, que no son los últimos ocho años los que se tienen en cuenta a la hora de calcular la jubilación, sino los últimos quince, incluso puede ser que sean los últimos diecinueve. Aclaro queda. 
Anda que también, Paco podía habérmelo dicho antes de leerlo, no me digas.