martes, 28 de mayo de 2013

Suma cero






Cuando todo empezó, mejor dicho, antes de que todo empezara, había menos diferencias. Luego, lentamente al principio,  pero cada vez con mayor velocidad, el mundo se fue desgajando como una tela vieja. La sociedad se hacía jirones según se rasgaban de arriba abajo empresas, familias, instituciones, vidas...
Y vinieron los recortes. Los sueldos primero se congelaron y luego bajaron. Después desaparecieron. También desaparecieron rincones de tranquilidad que nunca antes habían sido tocados. Aumentaron las jornadas laborales y también aumentaron algunos impuestos, no todos, solo los que más afectaban a los que más sufrían. Los despidos cada vez se podían realizar con menores compensaciones para el despedido. En eso consistía la solución, en abaratar que la gente se quedara sin trabajo.
La gente, por miedo a los desahucios y al mismísimo hambre, aceptaba unas condiciones laborales (quién tuviera la suerte de encontrar trabajo), que hubieran sido inaceptables en otros momentos. La gente vendía cuadros, joyas, pisos, herencias antiguas… La gente tenía miedo. La gente...
Pero no todo era desdicha. Algunos pensaban, mientras se frotaban las manos cada vez más llenas, que la crisis había sido todo un éxito.

La cantidad de agua que hay en la Tierra es constante. Si desaparece de un lago aparece en una nube y si desaparece de un glaciar, nos la encontraremos en los océanos. Con el dinero pasa lo mismo, en eso consiste la desigualdad: cuanto menos tengan unos, más tendrán otros. Las personas, las empresas y los gobiernos que tienen claro este principio, tratarán de aplicarlo hasta el límite del tronchamiento (ver Ley de Hooke, no tengo ganas de explicarla, pero en pocas palabras establece el límite hasta el cual los materiales se comportan de forma elástica y superado éste, cascan. Así, con lenguaje técnico. Las leyes físicas, en este caso de resistencia de materiales, son homologables a leyes sociales, no lo olvidemos).



domingo, 19 de mayo de 2013

El símbolo





El hombre tiene una mente simbólica, eso lo saben hasta los niños de pecho. Esta capacidad de relacionar ideas complejas con representaciones más simples nos ha proporcionado  un sinfín de ventajas a la hora de desarrollar nuestro intelecto o para llegar a la Luna, está claro. Pero no solo eso, que ya está la mar de bien, sino muchas más cosas, algunas de ellas ni siquiera somos conscientes. Por ejemplo, ideas para la decoración. Hay que ver lo bien que queda un pez, sin ir más lejos, en algunos capiteles románicos, o mucho mejor, extraños animales creados por la imaginación, para representar virtudes o perversiones. ¿Qué sería de las metopas sin dragones, perros bicéfalos o serpientes aladas?, y he dicho metopas por decir lo primero que se me ha venido a la cabeza. Nadie con un poco de sensibilidad se queda impasible contemplando un bestiario medieval. Tienes de todo y cada bichejo trata de representar algo, y en algunas ocasiones, lo que representaba era tan terrible y estaba tan bien representado, que su efecto intimidatorio era fulminante. Anda que no se habrán legado hectáreas de terrenos cultivables (más tarde edificables) a la Iglesia, ante la visión en el momento oportuno de una buena bestia de los infiernos. Ni te cuento.
Ahora estamos en crisis, esto también es algo que lo saben hasta los niños de pecho, y mi mente simbólica ha empezado a rebuscar cómo se podría representar con un símbolo. Algo simple, sin recargarlo demasiado, pero que sea efectivo. Naturalmente lo primero que he pensado, siguiendo la vieja tradición, es en acudir a algún animal cuyo comportamiento sintetice las consecuencias de estos momentos tan amargos.  La casualidad me ha llevado al pelícano, que ya era símbolo entre los rosacruces y masones, que a su vez copiaron a los cristianos, que lo tenían como símbolo de la eucaristía. La razón es que estaba bastante difundida en la edad media la creencia de que el pelícano alimentaba a sus polluelos con su propia sangre, a base de darse terribles picotazos en el pecho. Sólo si había escasez de peces, claro, si no,  preferían pasarles una sardina que dolía menos.
Sí, el pelícano está bien, pero queda descartado por abuso de su utilización. Entonces me he encontrado con el grillo. Es fantástico lo bien que se adapta para mis propósitos, mejor dicho, para los propósitos de mi  mente simbólica. Pero no me vale un grillo cualquiera, sino un tipo de grillo que solo vive en Australia (¿por qué lo más extravagante de la biología aparece en Australia?). Este bichito vive en las profundidades de las cuevas más ignotas y se alimenta de lo que puede que consiste básicamente en las heces de otros insectos (que ya se las trae) y en la baba que van dejando un tipo de caracol troglodita, también la mar de raro. Hasta aquí, la cosa tiene un pase, pero el fenómeno viene cuando hay escasez de alimentos (parece mentira que puedan llegar a escasear las heces de insectos o la baba de caracol troglodita, pero sí). En estos casos, a este grillo de las profundidades no se le ocurre otra cosa que comerse una de sus propias patas. Se zampa una de sus trancas, que dicho sea de paso, contiene un 13% de proteínas y un 8% de materia grasa (igual que cualquier depósito bancario), y sigue en busca de heces de insecto o de las susodichas babas. Como dato desalentador, esa pata ya no le vuelve a crecer jamás (tampoco los depósitos bancarios, si es que es perfecto el simbolismo). Como grillo que es, sólo dispone de seis patas, pero mientras le vaya quedando alguna, él no pierde la esperanza y sigue pensando que la vida es bella.




jueves, 9 de mayo de 2013

Letra pequeña





Nadie lee la letra pequeña. Al menos, yo nunca leo la letra pequeña, incluso en según qué cosas tampoco la letra gorda. Y así me va, claro. Jamás he sentido ningún interés en saber, por ejemplo, qué pone exactamente en las pólizas de seguros, pues doy por hecho que cumplirán tal como me lo contaron de palabra, cuando sea necesario decir: ¡eh, un momento que yo tengo seguro! Es una prueba de confianza temeraria, pensarán algunos, y se equivocarán, pues de confianza nada; estoy convencido de que te puedes fiar de una compañía de seguros tanto como de un tesorero del PP, pero puede más la vaguería y comodidad que el miedo a ser timado. Tengo siete pólizas de seguro y no he echado ni un vistazo a ninguna de ellas, es más, estoy convencido de que todo lo que pone, independientemente del tamaño de la letra, son frases escritas sin sentido, probablemente en búlgaro.
Las personas tenemos todas una letra pequeña que nadie lee. Mejor, pues así podemos presumir de tener amigos incondicionales, y parejas que jamás nos van a engañar. Esos amigos incondicionales, en su letra pequeña pone en qué condiciones dejarán de ser incondicionales, y nos llevaríamos un gran disgusto conocer el número de casos en que nos darían la espalda alegando una cláusula ininteligible que además de estar escrita con letra de hormiga, carece de sentido.  En cuanto a las parejas… caramba, pero si en muchos casos todo está escrito en letra gorda, bien gorda y preferimos mirar hacia otro lado; como para sentirnos tentados de leer lo que está en letra pequeña. Eso sí que nadie lo hace, al menos, a tiempo para evitar la catástrofe.
Por supuesto, también hay casos en que esa letra pequeña apenas existe, o comprende tan solo un par de puntos sin demasiada importancia. Esas personas son maravillosas, claro. Pero en el otro extremo, y ahí es adonde quiero llegar, están las que tras grandes declaraciones escritas en cuerpo 64, y en mayúsculas, ocultan un sinfín de cláusulas derogatorias. Fijaos por ejemplo en Mariano Rajoy: ganó por mayoría absoluta, ¿por qué?, porque nadie de los que le votaron se preocupó en leer su letra pequeña.  ¿Y qué me decís de Gallardón? Todo el mundo pensaba que representaba la modernidad dentro de la vetustez alcanforada, la luz en la caverna, y fijaos, fijaos todo lo que pone en su letra pequeña. Da miedo.


viernes, 3 de mayo de 2013

Tenacidad





Una de las cosas más divertidas que existen es llevar la contraria a quién está absolutamente convencido de tener razón. En general llevar la contraria está bien, pero si ocurre que al final acabas convenciendo al que tiene una opinión contraria a la tuya, en el fondo pierde toda la gracia. Cuando lo pasas en grande de verdad es cuando te topas con alguien que en lugar de tener opiniones tiene verdades sumarias y sus juicios son inapelables. Entonces, como te consta que cualquier razonamiento que vaya en contra de sus argumentos no va a ser escuchado, lo mejor es disfrutar del momento y adoptar una beatífica y reposada actitud que simule claudicación pero que esconda una férrea postura de irónica contemplación de su intransigencia. La otra opción conduce a la desesperación y no tiene, por tanto, ningún sentido. Y la cosa es que no tiene término medio, o sufres viendo como fracasan tus intentos de hacer brecha en un muro de pedernal, o te ríes por dentro, sin que se note mucho, de la soberbia del que se cree triunfador.
Esto viene a cuento (y lo digo por llevar la contraria a todos  los que creen que la tenacidad es una cualidad) porque he llegado a la conclusión de que también existe belleza en saber rendirse a tiempo. Llegado a este punto sé que nadie estará de acuerdo conmigo, pero seguro que alguno quedará convencido si digo que la testarudez conduce a peleas, broncas, y por supuesto guerras. Todo, cosas muy desagradables y fácilmente evitables si los individuos tenaces dejaran de serlo. Claro, la tenacidad, me dirán los partidarios de ver en esa actitud una virtud,  también lleva a alcanzar grandes metas. Sí, pero estoy convencido de que esos mismos logros también serían conseguidos, tarde o temprano, por otra persona igual de capaz, pero sin ponerse testarudo, por lo que demuestra que su capacidad es aún más completa. Cuando las cosas se consiguen con tranquilidad, sosiego y de forma más relajada, resulta un camino mucho más inteligente que cuando se llega al mismo punto pero a base de obcecación.
Mi profesor de tenis (cuando hay otras personas delante me refiero a él como mi preparador nacional a sabiendas de que no engaño a nadie), siempre me dice observando mis esfuerzos y tenacidad por ganarle un tanto, que el secreto para jugar bien es hacerlo como si fuera fácil. En el momento, me dice señalándome con su raqueta acusadoramente, en que todos los movimientos los haces con esfuerzo, la estás cagando. Debes actuar con fluidez, como si no te costara trabajo. Qué cabronazo, como si eso fuera sencillo.
Sí, definitivamente, la tenacidad por si misma, sin una base de gran capacidad (léase facilidad) no me parece una buena cosa.
Muchos no estarán de acuerdo. Pues vale.