viernes, 25 de noviembre de 2016

Trancazo








Me duele la cabeza, también la garganta, empiezo a notar que algo terrible le va a pasar a mis rodillas, los ojos están enrojecidos y si no fuera porque llevo permanentemente barba, ahora tendría barba de vagabundo. Soy un firme defensor de la utilización abusiva de todo tipo de fármacos cuando las cosas no vienen bien y ahora vienen muy mal, de modo que he tomado tal cantidad de pastillas y brebajes que terminan en “col”, y empiezan por “grip”, “rin” y “angil” , que estoy completamente sonado. Bueno, eso es un decir; no voy a contar nada de lo que pasa por mis narices porque eliminaría cualquier posibilidad de recuperarme algún día de la imagen tan patética que estoy dando en estos momentos. Pero no quiero engañar a nadie, así es cómo me encuentro y mi aspecto es algo peor del que he descrito.
Ayer estaba fenomenal, pero hoy… veo alejarse la orilla y que mis esfuerzos por alcanzarla cada vez resultan más inútiles.
Sea lo que sea lo que me afecta, trancazo, lo llama mi famoso vecino, lo cogí ayer, precisamente en la reunión anual de mi comunidad de vecinos. ¿Existe una forma más estúpida de caer enfermo, y probablemente morir, que por haber asistido a una reunión de vecinos? Está comprobado que estas reuniones no valen absolutamente para nada, salvo para constatar que el que siempre nos había parecido un imbécil, efectivamente lo es, y para ser testigo de enfrentamientos entre personas que habitualmente dan el pego y parecen amables y educadas. En una reunión de vecinos llega un momento en que todo el mundo habla al mismo tiempo, otro en que se repite lo que ya se ha dicho, más tarde alguien se queja de algo que no aparece en el orden del día y el administrador le lee un artículo de la Ley de la Propiedad Horizontal para que se calle, pero naturalmente él no se calla y saca otro viejo asunto sobre el que quejarse que tampoco aparece en el orden del día, y yo mientras tanto  cogiendo un terrible trancazo. Las reuniones de vecinos, salvo para eso, para morirse, no sirven para nada. Uno puede elegir entre morirse de tedio, o como yo, de un trancazo, pero es muy difícil salir vivo.
Yo creo que con tener una en toda la vida, para saber de qué van, sería más que suficiente pues en nada se diferencian entre sí. Incluso, si se celebrara una única reunión de vecinos para cada ciudad y luego se mandara a todos sus habitantes copias de las resoluciones adoptadas, tendría los mismos efectos. Lo más gracioso es que aún sabiendo todo esto, yo asisto cada año puntualmente a la reunión de mi comunidad lo que demuestra que no necesito estar enfermo para dejar claro que soy un imbécil. Pero este año he conseguido llegar más lejos en mi grado de subnormalidad, y mi voto en contra fue decisivo para rechazar la última propuesta, que no era otra que dotar de calefacción al cuarto de las bicicletas que es donde celebramos nuestras reuniones de vecinos.


Lo pagaré caro, lo sé.








domingo, 20 de noviembre de 2016

Dedicatorias








Pronto, creo que dentro de dos semanas o así, saldrá a la venta El viaje del neandertal, mi última novela, aquella que presenté a un concurso y que no ganó, pero que alguien dentro de la editorial  pensó que merecía la pena darle una oportunidad. Así que este verano un señor muy amable me llamó para darme a elegir entre arrojarla a la papelera o hacer una edición corta para ver cómo funcionaba. Las papeleras, aún gustándome, considero que son superables por una edición corta, así que mostré mi conformidad y en este punto estamos.
El otro día recibí una caja con 19 ejemplares que me ha mandado la editorial, según es costumbre. Por un momento temí que la edición corta iba a consistir exclusivamente en esos 19 ejemplares, pero luego me aclararon por teléfono que en modo alguno, de modo que respiré aliviado. Tan solo me quedé con una pregunta rondándome en la cabeza sin que aún haya encontrado respuesta: ¿por qué exactamente 19 ejemplares? 19 es el octavo número primo, su raíz es 1, y de ahí no he pasado en mis intentos por encontrar mensajes ocultos. En cualquier caso me gusta 19.

Todo esto lo cuento por dos motivos, el primero es para decir que dentro de poco todo el mundo podrá acudir con sus sacos de dormir a esperar a que abran las puertas de La Casa del Libro, pues insisto en que la edición es corta. El segundo motivo es porque me sirve como justificación para hablar del título de este artiblog.

La  costumbre de dedicar un libro a alguien es una costumbre realmente bonita que viene de lejos. Cuando dedicamos un libro, no solo agradecemos la intención de leerlo, también estamos dedicando muchas horas de trabajo y esfuerzo, momentos de incertidumbre en los que ver la siguiente página escrita era una posibilidad pero no la única, también estamos dedicando ilusión por superarlos, y otra serie de cosas todas predecibles y me temo que aburridas. Vale, pero por las mismas razones también se podrían dedicar otras actividades en las que sin embargo no es costumbre, y esto es lo que no me parece bien. ¿Por qué no dedicar una operación a corazón abierto a la madre del cirujano, sin cuyo apoyo no habría sido posible su realización, por ejemplo? Un carpintero podría, y debería, dedicar el ensamblaje y barnizado de dos calzadoras para dormitorio, un cocinero unas manitas de cerdo rellenas de foie con pasas… todo el mundo debería hacer dedicatorias de lo que hace, no solo los escritores. Es una costumbre bonita que hay que extender  y mantener para cualquier actividad de la que uno se sienta orgulloso de haber realizado.

Pero vamos, que lo importante es lo de la aparición de mi otro libro. No sé si habrá presentación como en los anteriores, pero si no la hay, adelanto que El viaje del neandertal está dedicado a cada uno de los lectores que tenga. Con todo mi cariño.








domingo, 13 de noviembre de 2016

Mi vecino







Llegué a su casa una tarde sin avisar. Conozco muy bien a mi vecino, del que hace muchísimo tiempo que no hablo, y sé cuando necesita una visita.

Normalmente no pasan más de tres días sin que me lo encuentre por algún lado, no sé si será casualidad o que espera a que yo salga de casa para hacerse el encontradizo conmigo, pero así es, por eso cuando llevo mucho tiempo sin verlo, sé que significa que algo le pasa. Tiene cierta tendencia a la depresión y no es bueno tener un vecino deprimido, puede hacer cualquier locura como echar pirañas en la piscina o pisotear los macizos de flores, aunque dado que estamos en otoño, tanto da. Aún así, quería hacer algo por él, de modo que decidí ir a visitarlo para ver cómo se encontraba.

Llamé al timbre de su puerta y al cabo de casi un minuto apareció el pobre desdichado hecho un desastre, demacrado, la barba de cuatro días y con todos los indicios de llevar el mismo tiempo sin tomar una ducha. Sin embargo, para mi sorpresa, se mostraba risueño. Mantenía una expresión alegre, despreocupada, y desde luego no parecía una persona atormentada por ningún tipo de depresión. Yo, como es natural, estaba bastante decepcionado pues esperaba encontrarlo hundido, necesitado de mi ayuda para salir de algún pozo de amargura, y no así de feliz y contento. Se lo iba a echar en cara cuando de repente me llamó la atención lo que llevaba en la mano: unas tijeras, papel de envolver y un rollo de celofán. Miré detrás de él y descubrí que todo el salón estaba lleno de paquetes de distintos tamaños. Paquetes que él estaba haciendo. Le pregunté con la mirada a qué se debía todo ese despliegue según le echaba a un lado para poder pasar al interior de su casa y observar todo con mayor detalle. Había paquetes, paquetitos y paquetazos por doquier y sobre la mesa del comedor, extendidos varios rollos de papel de envolver. También había distintos objetos que eran suyos en proceso de ser empaquetados: un jarrón, la bandeja donde ponía las llaves y la calderilla al entrar en casa, un retrato de su madre, su micro ondas…
    -¿Qué haces? –le pregunté como si fuera su mujer y le hubiera sorprendido hurgando en el cajón de mi ropa interior.
    -Paquetes.
La respuesta a pesar de que era la más evidente de todas las que podía escuchar me sorprendió.
    -¿Cómo que paquetes?
    -Sí, paquetes, ya ves.
Me respondió elevando los hombros con una sonrisa de lado a lado, como si hacer paquetes no fuera su culpa. Se le veía completamente feliz ¿Para eso me había tomado yo la molestia de hacerle una visita? ¿Dónde estaba mi vecino deprimido? Bueno, al menos cabía la posibilidad de que se hubiera vuelto loco.
        -Pero, ¿no estás deprimido? –pregunté sin poder disimular mi desilusión.
    -Sí, por eso me he puesto a empaquetar cosas, así, cuando tenga toda la casa empaquetada, salgo a dar un paseo …
Hizo un gesto en  círculo con su brazo que abarcó todo el perímetro del salón.
     -…y cuando vuelva me encontraré todos estos paquetes, cada uno con una sorpresa dentro. ¿Sabes la ilusión que me va a hacer ir descubriéndolos uno a uno? Estoy loco de contento con todo lo que me espera, no quiero ni pensar la ilusión que me voy a llevar cada vez que desenvuelva un paquete y me encuentre con algo que me gusta de verdad.

Lo miré tratando de descubrir el mensaje budista que había en todo aquello. Seguro que había un mensaje budista, del tipo  la felicidad está dentro de ti y cosas de ese estilo.
    -Es que todo lo que me voy a encontrar me gusta un montón –dijo encantado.








miércoles, 9 de noviembre de 2016

Adieu mademoiselle


                                                                      sin palabras.






























sábado, 5 de noviembre de 2016

Los días de la semana






Hoy es sábado y aunque eso es algo que ocurre regularmente, lo de hoy me resulta explicablemente opresivo. Lo voy a explicar, pero antes me tengo que ir un poco por los cerros de Úbeda.

Yo antes, mucho antes, hace una infinidad de años cuando me encontraba en mi periodo de plena producción, y me refiero a una excesiva carga de trabajo, clasificaba los días de la semana en dos grandes grupos: el sábado y el resto. Después, cuando aún seguía en una fase productiva interesante pero de menor intensidad empecé a ver matices, y así por ejemplo, ya podía distinguir un viernes de un lunes, incluso algún jueves a partir del mediodía también tenía sus características propias que yo sabía apreciar. El domingo seguía siendo un día raro.

Mucho más tarde, con niveles francamente bajos de laboriosidad bien pagada, me convertí en un perfecto conocedor de las peculiaridades exclusivas de cada uno de los días de la semana, de modo que discernía perfectamente, así de lejos, un martes de un jueves, incluso podía encontrar grandes diferencias entre las mañas y las tardes. Por supuesto los domingos mantenían su estatus de rareza sin variar un ápice. Luego llegó el momento, en el que me encuentro ahora, de nula o casi nula actividad lo que se dice bien remunerada, en que me hago el remolón y ahí me las den todas, que se traduce en que me da lo mismo lunes que martes, o miércoles que viernes, y ni que decir lo mucho que me resbala que se trate de la mañana o de la tarde. El domingo por supuesto, no entra en esta apreciación.

Claro, pero cualquiera que sea medianamente observador se habrá dado cuenta de que todo lo anteriormente dicho entra en evidente contradicción con mi declaración inicial de que hoy es un sábado opresivo. ¿Por qué? ¿No habíamos quedado en que estoy en una etapa en la que todos los días (salvo el domingo) me daban igual?
Pues muy fácil, y la explicación hay que buscarla en que cuando uno no tiene hijos dios le da sobrinos, o lo que es lo mismo traducido a días de la semana, cuando uno no tiene obligaciones marcadas, se las inventa. Me he fijado en que mi último artiblog lo subí el sábado pasado, de modo que ya toca publicar el siguiente. Es decir, hoy, y aquí estoy, completamente estresado porque he quedado con unos amigos para cenar a las 9 y todavía estoy sin terminar.

Lo de mañana domingo, ni hablamos, claro.