lunes, 25 de julio de 2016

Mi amigo Grizzly




Estamos en verano, todo el mundo tiene más tiempo, apetece leer y yo tengo un cuento que escribí hace mucho tiempo, de modo que todo en caja. Os deseo unas estupendas vacaciones y que os guste mi cuento de verano de este año.





Grizzly 






Me despertó a pesar de mis intentos por ignorarlo. Sonaba como yo me imagino que sonaría la mano de un esqueleto rascando la tapa de madera de un ataúd. Sonaba a desesperación. El ruido, amplificado por la soledad de la noche, resultaba perturbador, más aún, casi espeluznante. Su insistencia me desveló y me obligó a prestarle una atención que yo prefería dedicar a intentar quedarme dormido otra vez. Provenía de un armario de la habitación de al lado y su insistencia me desveló definitivamente. Sin duda se trataba de algo que estaba arañando la puerta del armario desde su interior, con decisión y a veces con furia; seguramente era un animal encerrado que trataba de salir.

No quise imaginar qué tipo de animal podía ser, pero fue inevitable pensar en una rata. ¿Cómo podía haber una rata en mi casa? Bueno, no era tan difícil teniendo en cuenta la enorme cantidad de ratas que existen, por lo visto, tocamos a tres por cada habitante, aunque según opinión de los que se dedican a la desratización, la proporción es alarmantemente mayor. Eso significa que según la estadística más favorable, podía haber en mi armario, no una rata, sino tres. Esta idea hizo que instintivamente subiera el embozo del edredón hasta taparme la cabeza casi por completo. Aparté la idea de una enorme rata gris trepando por las sábanas  hociqueando lentamente en busca de alimento hasta encontrar una de mis orejas. Me tranquilizó acordarme de que el verano pasado había puesto veneno para ratas  después de que un vecino me comentara que había visto a una merodeando por su jardín, un día de barbacoa. Claro, que era evidente que de momento nadie se había comido el veneno, pues si no, yo no estaría ahora completamente despierto escuchando ese terrible ruido que cada vez era más presente y agobiante. Además, el veneno lo puse debajo de un sofá, pensando que en los armarios con el antipolillas sería suficiente, de modo que no había esperanza de que acabara comiéndoselo en ese momento ningún invasor.

Eché de menos a Renata, ¿qué narices hacía Renata que no estaba allí conmigo? Todas las noches tenía que soportar su peso sobre mis piernas y precisamente hoy había decidido dormir en otro lugar. Justo cuando más lo necesitaba me había dejado solo, qué prueba tan dolorosa de infidelidad. Renata es mi gato, mi enorme y juguetón gato, que a pesar de que el nombre es femenino, así es como se llama, pues descubrimos su masculinidad a los tres meses, cuando lo llevé al veterinario para esterilizarla pensando que era gatita. Demasiado tarde para buscar otro nombre.

Animado por una fugaz tentación de valor pensé en levantarme y abrir la puerta del armario, armado como es natural con algo contundente con lo que poder atizar al roedor, pero no me costó demasiado esfuerzo renunciar a la idea y buscar alguna alternativa menos arriesgada. Una rata acorralada, o simplemente enfurecida puede resultar extremadamente peligrosa. Hay que tener en cuenta que las ratas son animales que no se limitan a correr por el suelo también son capaces de saltar,  a veces llegando a la altura de partes vitales, o al menos muy apreciadas, de quien ellas consideran su agresor. La imagen de que tal cosa pudiera sucederme en ese momento fue suficiente para descartar inmediatamente la idea.

Vale, no abría la puerta del armario, no es la primera vez que postergo la solución de un problema, pero algo tenía que hacer pues si no, no conseguiría pegar ojo en toda la noche.  

Me levanté y con decisión cerré tanto la puerta de la otra habitación como la de mi dormitorio, de modo que así conseguía dos cosas, primero, dejaría de escuchar el angustioso ruido que me había despertado, y segundo, en caso de que el animal consiguiera salir del armario no podría entrar en mi habitación para atacarme, morderme y probablemente devorarme.

A la mañana siguiente un sol espléndido me despertó unos minutos antes de que lo hiciera Renata arañando la puerta de mi dormitorio. Al menos eso esperaba yo, que fuera Renata quién llamaba. Contuve la respiración para que el único ruido que se escuchara fuera el de unas uñas rascando la madera de la puerta, y así estuve, sin respirar, hasta que el inconfundible maullido de Renata alejó de mí toda duda. Abrí la puerta y quise abrazarlo pero se me escabulló como siempre hace cuando no desea carantoñas. Lo único que quería, como todas las mañanas, era que le abriera la ventana para salir al jardín a darse un paseo. En esta ocasión no satisfice sus deseos a pesar de sus protestas ya que tenía otros planes para él, y si maullaba tanto mejor, así debilitaría la moral del enemigo que yo sabía que seguiría en algún lugar de la habitación de al lado.

Pero antes de abrir la puerta tenía que trazar un plan de ataque, no quería que la improvisación se adueñara de la toma de decisiones. Lo primero que tenía que tener en cuenta era que  la amenaza podía seguir dentro del armario o no, quizá en algún momento de la noche había conseguido salir y estar escondida en algún otro sitio de la habitación, de modo que el primer paso era buscar un arma para entrar con cierta tranquilidad. Y por supuesto, hacerlo con todas las protecciones posibles, así que me puse mis botas de montaña, pantalones gruesos, los que utilizo para viajes largos en moto, y mi chupa de keblar a juego, y ya puestos, ¿por qué no?, el casco. Como arma, primero pensé en mi arpón de pesca submarina, pero la perspectiva de atravesar con él a una rata me pareció excesivamente repugnante, aparte del riesgo que corría Renata de ser ella quien se llevase por accidente el arponazo, así que recurrí a la vieja escoba. Una escoba parece que esté pensada para atrapar ratas, pues abre muchísimo su campo de acción. Al lado de una simple estaca, es como una escopeta de postas comparada con el rifle.

Mientras me equipaba con todos mis pertrechos de combate, mandé de avanzadilla a mi fuerza de choque. Abrí la puerta de la habitación con extremada cautela y la volví a cerrar con rapidez después de deslizar a su interior a Renata, que no parecía entender la gravedad de la situación pues trató de jugar conmigo mientras lo empujaba hacia su destino. Permanecí unos segundos que se convirtieron en minutos con la oreja pegada a la puerta esperando escuchar el fragor de la batalla, pero nada se oía salvo los maullidos de Renata preguntándome que dónde estaba la gracia de aquel estúpido juego. Me vestí con mi uniforme de guerra, cogí mi arma y con decisión entré en la habitación cerrando de nuevo la puerta tras de mí. El ruido que escuché me dejó paralizado momentáneamente aunque he de confesar  que luego sentí cierto alivio: de nuevo el inconfundible rascar en la puerta del armario, es decir, la enorme rata seguía presa en el mismo sitio. Por un momento pensé que la solución estaba precisamente en aprovechar esa situación, cerrar la puerta con llave y olvidarme del asunto, de modo que el hambre y la sed acabarían tarde o temprano con mi enemigo. Sí, parecía un buen plan, si no fuera porque dentro estaba mi abrigo de cachemir protegido tan solo por un producto antipolillas, además de chaquetas y otras prendas que podía necesitar próximamente. No, tenía que encarar el problema, coger el toro por los cuernos y resolverlo con decisión y valor.

Me preparé para el momento, respiré hondo, mantuve el aire en mis pulmones con todos los músculos en tensión, agarré el pomo de la puerta del armario con la mano izquierda y con la derecha enarbolé la escoba, comprobé que Renata estaba en su puesto, expulsé todo el aire en una potente exhalación y al tiempo que volvía a inhalar todo el oxigeno que pude, abrí impetuosamente la puerta.

Hay momentos en la vida en que uno se hace muchas preguntas que hasta entonces no se había planteado. Recuerdo que siendo un niño, cuando murió mi abuelo, fue uno de esos momentos. De repente me pregunté qué hacía yo en este mundo, dónde estaba el sentido de todo, por qué estábamos vivos y qué importancia podría tener dejar de estarlo. Cuando abrí la puerta del armario  me pregunté, esta vez realmente intrigado, cómo era posible que un ruido tan terrible, tan espeluznante como el que me había despertado la noche anterior y obligado a vestirme de motorista para abrir un armario, fuera provocado por un animal tan diminuto. Allí estaba, al borde del infarto, un diminuto ratón gris mirando perplejo al monstruo que tenía delante de él, temiendo la descarga de la enorme escoba que le amenazaba desde una altura que se perdía más allá de su vista.

No tengo ni idea de cómo se puede tranquilizar a un ratón, pero si lo hubiera sabido, sin duda es lo que hubiera hecho en ese momento. El pobre animal estaba aterrorizado, atenazado por un miedo infinito, temblando, y hasta pasados unos segundos no fue capaz de reaccionar. De repente, al ver que no le caía ningún escobazo ni nadie parecía tener intención de devorarlo, salió corriendo a una velocidad increíble para su tamaño hasta llegar a un rincón de la habitación. Evidentemente se había equivocado de dirección a la hora de emprender la huida y en lugar de dirigirse hacia donde había un sofá, una librería y una mesa de pared con un par de sillas donde se podía haber refugiado, lo hizo hacia la zona más despejada de la habitación, un terreno sin posibilidad de escapatoria y sin lugares donde esconderse. Renata se había subido a la mesa buscando el sol y de momento no se había percatado de la presencia de lo que con toda seguridad sería su víctima de torturas sin límite en cuanto lo descubriera. Mi idea en ese momento era salvar la pobre bicho. Avancé hacia él con la intención de cogerlo y soltarlo fuera de la casa. Me conmovieron sus intentos por desaparecer absorbido por la pared. Cada vez se apretujaba más contra el rincón, comprimiendo su diminuto cuerpo casi hasta el punto de la implosión, y cuando ya lo tenía a mi alcance, justo en el momento en que lo iba a coger, un jarrón de cristal se estrelló contra el suelo dándome un susto de muerte, empujado por Renata al saltar de la mesa. Había descubierto al pobre animalucho y su instinto salvaje surgió repentinamente, igual que hicieron sus garras, para dar caza al ratón que aprovechó el momento de confusión para salir disparado hacia el otro lado de la habitación. El ratón chilló, yo grité a Renta, ella maulló, y acto seguido nos encontramos los tres en el mismo espacio de la habitación aunque solo se nos veía a Renata y a mí, el otro se había escondido con admirable habilidad. Cogí al gato en volandas y lo saqué de la habitación entre sus protestas, más que por salvar al ratón, por evitar que empezara una persecución entre cristales rotos con la predecible consecuencia de acabar en el veterinario para que remendara las patas de mi bravo felino.

Salvé al ratón, en cualquier caso salvé al ratón y tal como lo salvé, también me olvidé de él. Me fui a mi trabajo, me aburrí y cansé, como siempre, de lo que allí hacía y regresé a mi casa. Así todos los días, hasta que no hace mucho, quizá porque había cenado demasiado, no conseguía quedarme dormido. Tengo un método estupendo para volver a conciliar el sueño pero en esa ocasión me falló, de modo que a las tres de la madrugada estaba con los ojos como platos sin saber si continuar en la cama o levantarme para hacer una visita al frigorífico y entonces volvió a suceder. De nuevo se podía escuchar con extraordinaria claridad el ruido de un animal royendo o arañando una madera. En esta ocasión no me produjo ninguna alarma pues ya sabía yo que no se trataba de una temible rata, sino de mi viejo y olvidado amigo el ratón, así que no le presté especial atención y seguí dudando si levantarme a por un poco de leche o tratar de dormir de nuevo. Me decanté por lo segundo y volví a intentar de nuevo mi método de relajación para recuperar el sueño, pero se trata de un método que precisa silencio y eso es justo lo que no había en ese momento. El ruido anterior había sido sustituido por otro ruido nuevo; esta vez, sonaba como si el ratón estuviera correteando de un lugar a otro, casi daba la sensación de que estuviera jugando. No me podía imaginar tanta despreocupación en un animal tan temeroso y entonces me acordé de Renata. No estaba conmigo, lo cual resultaba extraño pues lo normal es que durmiera a mis pies, incluso encima de ellos. Agudicé el oído y me di cuenta de que a los pequeñas carreras del ratón sobre la tarima le acompañaban los mullidos pasos de mi gato. Gato y ratón juntos, malo para el ratón, pensé inmediatamente, y con ese pensamiento di por concluidos mis intentos de volver a dormir. Me levanté decidido a salvar por segunda vez al ratón de las garras de Renata, encendí la luz, salí al pasillo, pasé a la otra habitación y descubrí sorprendido una escena que jamás podría haber imaginado. Debajo de la ventana estaban el ratón gris y Renata, uno al lado del otro, muy quietos,  mirándome con expresión de haber sido pillados haciendo una trastada, si es que tal expresión es posible en un ratón y un gato. Los miré fijamente sin dar crédito a mis ojos, moví lentamente la cabeza de un lado a otro, y volví a la cama. ¡Estaban jugando!

A partir de esa noche, ver a Renata y al ratón juntos se convirtió en algo normal y cotidiano. Renata dejó de salir al jardín pues en casa tenía todo el entretenimiento que necesitaba y raro era verla sin su nuevo amigo, hasta comían juntos, el ratón invitado por el gato, literalmente metido dentro de su plato.

Para mi era un placer ser testigo de aquella extraordinaria amistad, incluso me hicieron un hueco en la relación. A partir de entonces yo trataba de salir antes del trabajo para llegar pronto a casa y participar de la recién estrenada vida familiar. Solíamos ver la televisión juntos, es un decir claro, porque solo la veía yo, pero Renata dormitaba en su cesto como siempre, con el ratón a su lado, a veces entre sus patas o encaramado en los cuartos traseros. Cuando despertaban se ponían a jugar lo cual era francamente divertido de observar. Por cierto, el ratón cada vez estaba más gordo, supongo que era normal pues tenía todo el alimento que quería a su alcance con solo meterse en el cuenco de Renata, cosa que muchas veces hacía aunque no estuviera ella. Un glotoncete, vamos.

Por las noches Renata seguía durmiendo a mis pies, y por supuesto también el ratón pues no podía faltar de su lado. Vaya trío. Yo trataba de no moverme demasiado por miedo a aplastar al ratoncín que ya era hora de que tuviera un nombre así que le puse Grizzly. Sonaba mejor que Kodiak, y la idea era la misma.

Renata, Grizzly y yo formamos un equipo estupendo y a pesar de lo azaroso de los inicios, la relación pronto se convirtió en un mundo balsámico y hermoso, que tanto a Renata como a mí, nos producía una enorme satisfacción.

Es curioso observar, me decía yo a mí mismo, como un ser tan diminuto podía aportar tanto al grupo, probablemente lo mismo que el más grande de los tres, es decir que yo.  Nos convertimos en inseparables y hasta dejó de molestarme hacer siempre las mismas tonterías en mi trabajo, de hecho, mis compañeros observaron que me mostraba con menos agresividad con ellos y era más tolerante. Parece que todo el mundo salía beneficiado con la presencia de Grizzly.
Esta mañana sin embargo…
Conviene decir que yo me comunico bastante mal con mi gato, vamos que no me hago entender, o quizá sea él quien no quiere entenderme a mí y se hace el loco, pero al revés no sucede: todo lo que Renata quiere decirme lo capto a la primera y casi siempre atiendo sus peticiones, vamos, que hago lo que me dice en un 99% de las veces. Claro que no siempre que me dice cosas es para pedirme algo, a veces simplemente me hace comentarios sobre lo a gusto que se encuentra, o se interesa por cómo me ha ido fuera de casa, incluso en muchas ocasiones me llama para ofrecerme cosas que ha cazado. De hecho, siempre que captura una lagartija, me llama para que la vea, luego hace un gesto de ofrecimiento y se aleja dejándome el suculento manjar que ha conseguido en su jornada de cacería para que disfrute de él. Le gusta alimentarme, yo creo que como una forma de igualar nuestra relación pues es consciente de que yo lo alimento a él. No todas las veces que me trae comida son lagartijas, pájaros, abejas y otro tipo de insectos, en una ocasión me trajo un chuletón del jardín de al lado donde  estaban preparando una barbacoa. He de decir que me sentí bastante mal oyendo a mi vecino regañar a sus hijos por haberse llevado un chuletón para jugar, aunque según lo decía, a él mismo tenía que sonarle bastante raro.

Esta mañana no tenía que ir a trabajar así que me he hecho el remolón en la cama retrasando todo lo posible el momento de levantarme. Mi intención era estar hasta pasadas las doce del mediodía o más. Muy pocas veces lo he conseguido  y hoy no iba a ser una excepción.

Aún en el estado de duermevela, mi favorito después de completamente dormido, una potente llamada de Renata me ha puesto en alerta. Se trataba de una llamada desconocida, un grito que nunca antes había escuchado, no sabía exactamente qué me estaba diciendo, pero sí sabía que era importante. Me he levantado sin demora y he ido a la habitación de al lado para ver si conseguía entender lo que Renata me estaba diciendo, pero no había manera. Le he pedido que se tranquilizara, que tratara de hablar más despacio, pero como siempre, él no me entendía. Notaba cierto tono de enfado en su voz, como si me estuviera culpabilizando de algo. Entonces lo he visto, y casi me da un vuelco el corazón: pegado al sofá, con medio cuerpo debajo, estaba patas arriba Grizzly, muerto, con el abdomen hinchado y un líquido blancuzco asomando por la comisura de su diminuta boca. Lo he cogido con un cuidado extremo como si temiera hacerle daño y rápidamente me he dado cuenta de lo que le había pasado. Esta mañana, Grizzly, después de un montón de tiempo sin haberlo visto, descubrió el potente veneno, y por otro lado apetitoso, que puse hace más de dos meses por si entraba la rata que vio mi vecino.
El muy imbécil seguro que jamás vio ninguna rata y se lo inventó todo para poderse explicar la desaparición de su estúpido chuletón.

Odio a mi vecino, tanto como me odió Renata cuando fuimos a enterrar a Grizzly. Entré en la cocina para coger un cuchillo o algo con lo que escarbar en la tierra y al pasar por delante del frigorífico se me ocurrió una tontería; pensé que si le daba leche a Grizzly, quizá surtiera el efecto que tantas veces había oído como remedio infalible contra las intoxicaciones. No tenía nada que perder, más muerto de lo que ya estaba no podría llegar a estar por muy mal que le sentara la leche, así que con decisión le puse un artesanal embudo hecho con un plástico enrollado en la boca y vertí en su interior el salvífico líquido. Renata se subió a la encimera para seguir toda la operación en primera línea. De vez en cuando me miraba expectante buscando alguna señal en mi rostro que delatara que sabía lo que me traía entre manos, pero la verdad es que no, todo era pura improvisación y si tuviera que apostar por algo, desde luego sería por el fracaso de la intentona.
Con un dedo hacía masajes en el vientre hinchado del ratón para que la leche pasara al estómago, sin demasiadas esperanzas he de decir. De repente, Grizzly pareció moverse. Un dedito de una de sus diminutas patas había temblado. Le quité el embudo, le di la vuelta y a continuación unos suaves golpes en la espalda. El ratón pareció toser, luego vomitó un líquido blancuzco, no sé si de la leche, del veneno o de ambos, y poco a poco volvió a la vida. Renata se llevó tal alegría que intentó dar una vuelta sobre si misma y se cayó de la encimera. Volvió a subir de un salto, y de otro salto se encaramó en mi espalda clavándome sus uñas que utilizaba como crampones para no resbalar. ¡Sí, lo había conseguido! ¡Grizzly estaba vivo, lo había vuelto a salvar!

Al poco tiempo ya estaba de nuevo jugando con Renata que dejó de odiarme inmediatamente. Yo también dejé de hacerlo.






miércoles, 13 de julio de 2016

Ley de Moore








Vivimos en un mundo cada vez más tecnificado, esto es algo que a nadie se le escapa. El número de aparatitos que nos complican la vida crece de un día para otro sin apenas darnos cuenta, mejor dicho, sin darnos cuenta en absoluto. Incluso para los que han tenido la suerte (supongo) de nacer en la era digital, resulta abrumadora la continua invasión de nuevos juegos, nuevas aplicaciones y recientes gadgets (a ver, cómo se traduce eso), tanto que no dan abasto para estar al día de todas las novedades que se producen continuamente a pesar de su innata preparación para asimilar todo lo enchufable. Todo esto está sucediendo en los países del primer mundo pero el resto también lo sabe; de alguna forma relacionada también con la técnica, los habitantes del país más atrasado de la Tierra se acaban enterando de que en Media Mark de Alcobendas han abierto un departamento de robótica.
Otra cosa que se está extendiendo como el colodrillo son los drones, algo que antes hasta el nombre resultaba extraño. Ahora son tan comunes que ya hay tiendas especializadas en su venta y los hay del tamaño de un sanbernardo que ni siquiera necesitan permiso para ser utilizados.
Por cierto, ya se ha producido la primera víctima mortal en un accidente de un coche autodirigido. Se trata de un modelo ya experimentado que se precipitó a toda velocidad contra el remolque de un enorme trailer ante la mirada de estupefacción del camionero que vio como el conductor del coche accidentado iba tranquilamente leyendo el periódico.
Todo esto es culpa de los transistores (antes, cuando yo era pequeño, un transistor era una radio sin cable), ese componente mágico de la electrónica que hace de todo y que básicamente consiste en recibir un estímulo por un lado y transferir otra cosa muy distinta a la salida. Sin entrar en detalles, cuántos más transistores tenga un procesador más sorprendidos nos encontraremos todos al contemplar lo que es capaz de hacer. Con esta premisa es fácil deducir que el espacio que van a ocupar es primordial y aquí es donde reside la clave para llegar al punto en que nos encontramos actualmente: la tecnología de la miniaturización, pero eso es otro asunto diferente que merece capítulo aparte.
El hecho es que actualmente se pueden meter varios millones de transistores en un espacio ridículo, el límite está en 14 nanómetros, y teniendo en cuenta que un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro (un milímetro es un millón de nanómetros, así está más claro) nos daremos cuenta de cuántos transistores cabrían en una caja de zapatos, por ejemplo.
Y aquí es donde aparece por fin la ley de Moore, que casi me voy por los cerros de Úbeda.
Este señor predijo en 1965 que el poder de procesamiento (velocidad, memoria…), es decir, el número de transistores del procesador, se duplicaría cada año. Y así se ha venido cumpliendo estrictamente aunque en 1975 rectificó la ley y dijo que el número de transistores se iba a duplicar, no en un año sino cada dos años. Claro, todo tiene un límite, y a partir del mes que viene la Ley de Moore dejará de cumplirse y será oficialmente declarada fuera de vigor.
Lo malo es que la  derogación de la ley no impedirá que cada vez que compremos un ordenador, el mejor del mercado en ese momento, antes de llegar a casa y sacarlo de la caja, ya se ha fabricado otro que lo supera. Y lo que es mucho más irritante, tampoco nos librará de actualizar los programas de “los dispositivos” cada par de meses, hasta que al cabo de dos años el “dispositivo” deje de funcionar por mucho que lo actualicemos.
Si no fuera por eso, la vida sería mucho más cómoda.


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lunes, 4 de julio de 2016

El paso del tiempo







Hace un calor de mil pares de demonios y eso me recuerda que estamos en el mes de julio. No es broma, se me ha echado el verano encima, de repente me encuentro con que la mitad del año ya ha pasado. Cuando llegue Navidad diré que parece mentira lo rápido que ha llegado el invierno, y es que cada vez pasan más rápidamente los años, maldita sea.
Azorín era un escritor angustiado, mejor dicho, obsesionado (la obsesión es la fase previa a la angustia), con el paso del tiempo, por la fugacidad de la vida. A él se le notaba en sus novelas y a mí, como todo funciona a escala, se me puede notar en un par de microrrelatos. Uno de ellos se llevó un premio, exactamente el segundo.



TMPO



Fue casi instantáneo. Repentinamente el tiempo se comprimió. Los años se quedaron reducidos a meses y los meses pasaron a ocupar menos de una semana. Las horas se aplastaron reduciéndose a segundos y los segundos dejaron de existir. 
Fue un accidente. Una vez más por exceso de velocidad. Últimamente el tiempo iba tan rápido que chocó, sin poder evitarlo, contra un agujero negro y se quedó tan chafado como una lata de cerveza.
El espacio sonrió malévolamente al ver a su gran rival, el tiempo, detenido, fuera de combate, probablemente para siempre.
Más adelante o quizá en ese mismo momento, ya no tenía sentido hablar de cuándo, lo echó muchísimo de menos.


AÑO MENGUANTE



Román esperaba todos los años la llegada de la primavera con verdadero entusiasmo. No era algo nuevo, aparecido con la edad, sino que le había pasado siempre, desde que era niño. Quizá por eso lo sintió tanto cuando un año ocurrió algo insólito: no hubo primavera. No es que se alargara el invierno, o entrara antes el verano; sencillamente ese año tuvo sólo nueve meses y justo los tres que faltaron eran los correspondientes a la primavera. Lo curioso del fenómeno es que así volvió a suceder al siguiente año y al siguiente, de modo que a partir de entonces los años se sucedían sin primavera. Román, entonces, empezó a disfrutar con mayor entusiasmo del verano y ya estaba prácticamente acostumbrado a tener sólo tres estaciones, cuando llegó un momento en que tampoco hubo verano. Pasó lo mismo que cuando desapareció la primavera, no quedó ni rastro. Sólo seis meses  y ya estaban celebrando la llegada del siguiente año, que como era de prever, también pasó directamente del invierno al otoño. Y pasaron muchos años que eran medios años cuando finalmente sucedió algo que ya estaba esperando Román: años de tres meses. Sólo invierno, invierno, invierno,… hasta que llegó un día, bastante frío, claro, en que también desapareció el invierno, con lo que a Román no le quedó otra salida que morirse. Y así vive desde entonces, completamente muerto, pasando años que no existen.