miércoles, 27 de febrero de 2013

El Albatros de Heracles




Hace tiempo subí a mi maldito blog un cuento perteneciente a Los Trabajos de Heracles. Los Trabajos de Heracles es un libro de relatos que publiqué con la editorial Galisgam y que al poco tiempo cerró tras declararse en quiebra. Tengo la esperanza de que no fuera a causa de mi libro, aunque cabe dentro de lo posible. Cedí los derechos por dos años, aún no se han cumplido pero supongo que a nadie le va a importar a estas alturas que publique en mi blog personal otro de los relatos. Todos tenían en común a sus dos personajes centrales que… en fin, juzgad si la cosa es como para cerrar una editorial.



El albatros de Heracles



No me gusta hablar mal de nadie y mucho menos de mi amigo Heracles, unidos como estamos por los indisolubles lazos de una amistad que se remonta a nuestras edades escolares. Bueno, en realidad sí me gusta hablar mal de la gente y especialmente de mis amigos, las cosas como son, y con Heracles no voy a hacer ninguna excepción por muchos tebeos que hayamos compartido. Además, recuerdo que nunca me devolvía los que yo le dejaba. Granuja. En fin, lo que trato de decir es que en esta ocasión voy a confesar algo que hará tambalear la buena imagen de mi amigo, si es que tal cosa es posible entre la gente que lo conoce de verdad. Son revelaciones que ponen en evidencia su grado de neurosis.
El otro día estábamos en El Compás calibrando las distintas posibilidades que teníamos de llegar a nuestras casas sin utilizar la adecuada técnica de reptar si seguíamos bebiendo más cervezas, cuando me dijo sin rodeos:
    -Querido amigo, he de confesarte que mantengo un odio histérico hacia los animales con plumas.
    -Es decir –contesté sorprendido por la declaración tan fuera de lugar-, hacia las aves.
Heracles me observó y tras unos momentos en que se notaba que la duda atravesaba sus pensamientos me contestó de forma un tanto desconcertante:
    -¿Aves?... sí, exacto.
Hay veces en que tengo la impresión cuando estoy con Heracles, de tener delante de mí a un genio, una persona casi sobrenatural, un cúmulo de cualidades capaz de embelesar al más exigente conversador. Sin embargo, existen otros momentos en que lo miro preguntándome como es posible que pueda pasar tantas horas con semejante imbécil a mi lado.
    -¿sabes a qué es debido tu odio hacia las aves con plumas?
    -Sospecho que se debe a que echaron a perder... mejor empiezo desde el principio.
Damián, siempre al acecho, al oír la última frase de Heracles, se dirigió sin prisas pero con determinación hacia el grifo de cerveza con dos nuevas jarras recién sacadas de la cámara. Todo un profesional.
    -Cuando yo era niño –desde luego eso sí era empezar desde el principio- me gustaban las aves muchísimo –sentenció dramáticamente-. De hecho mi mascota era un albatros que me trajo mi padre del Pasaje de Drake,... ¿sabías que los albatros  pasan el 96% de sus vidas volando sobre el mar, y tan solo el 4% restante están sobre tierra firme? Pueden permanecer años sobrevolando los océanos sin posarse sobre nada sólido.
    -Caray –fui escueto, sí.
    -El albatros que yo tenía era de la familia de... ¿Cuál es el ave voladora más grande que existe? –me preguntó a bocajarro, y antes de que yo pudiera decirle que sin duda era el cóndor, me atajó.
    -¿Crees que es el cóndor, verdad?, ¡pues no! ¡Es el  albatros errante, diomedea exulans, justo el tipo de petrel que yo tenía!
    -¿No era un albatros? –dije confundido.
    -Es lo mismo. Prácticamente.
Di por buena la explicación de mi amigo, que compagina con maestría el conocimiento de los detalles más ocultos con la ignorancia general del conjunto.
    -El caso es que en cierta ocasión estábamos mi albatros y yo sentados al borde de un acantilado en la Costa Brava, cuando noté que se movía con cierta inquietud, como si le pasara algo.
    -¿Tu albatros estaba sentado a tu lado?
    -Claro.
    -Claro, claro.
Tras unos instantes de silencio, mi amigo prosiguió.
    -¿Te he dicho que el albatros que yo tenía era de la clase más grande que existe, aún mayor que un cóndor?
    -Sí, me lo has dicho.
    -¿Sabías que un cóndor puede soportar la carga de un niño volando?
    -No, no lo has dicho, pero no me resulta difícil imaginármelo.
    -Un albatros también.
    - También.
Pasados nuevos instantes de silencio, Heracles reanudó la conversación, juraría que con los ojos ligeramente humedecidos.
    -He de decirte que yo me sentía muy unido a mi albatros.
    - Lógico.
    - Y él conmigo.
    -Lo daba por hecho.
    -El sitio en el que estábamos sentados daba a una bahía inmensa dominando todo el panorama desde una altura bastante considerable. La brisa era suave, persistente y con olor a mar, lo cual no era en absoluto de extrañar dado el sitio en el que nos encontrábamos, pero sí es necesario evidenciarlo para poder entender lo que pasó a continuación. 
Me acomodé en mi taburete.
    -Noté que mi albatros se removía inquieto en su asiento –prosiguió-. Algo había en el ambiente que le mantenía en otro mundo ajeno al que nos rodeaba en ese momento. Su mirada estaba ausente y su expresión indicaba que se encontrase donde se encontrase, se encontraba mejor que si se encontrara donde se encontraba.
Miré con recelo su jarra de cerveza recién puesta.
    - Mi albatros sentía la llamada del mar. Yo intenté en balde contactar con él, animarlo como tantas otras veces había hecho,...
    -¿Cómo se anima a un albatros gigante? –interrumpí a sabiendas de que su respuesta sería una torva mirada.
Me miró torvamente y continuó:
    -Le pasé mi brazo por el hombro y luego lo acerqué hacia mí, frotándole las plumas de la cabeza. “¿Qué te pasa viejo amigo?”, le pregunté...
Es lo que tiene el alcohol, que a uno lo pone melancólico. Heracles tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Estaba emocionado y por un momento me enterneció verlo, grande como un oso, a punto de soltar un torrente de lágrimas y mocos porque se acordaba de su albatros. Inmediatamente mi sentido crítico se impuso.
    -¿Mientras le preguntabas eso, batías los brazos? Un poco de lenguaje corporal, ya sabes...
    -Levantó el vuelo.
    -Ya, y desde entonces no has vuelto a saber nada de él, ¿no es así? –concluí dando por zanjada la historia de final previsible.
    -Cuando apenas había despegado, yo me tiré hacia él para sujetarlo sin darme cuenta de que me estaba lanzando al vacío desde lo alto del acantilado. Afortunadamente mi salto bastó para poder asirme a sus patas lo que me salvó de despedazarme contra los escollos de abajo. Si no hubiera sido por mi agilidad unida a su fortaleza, habría servido de alimento a los cangrejos.
    -Menuda suerte –exclamé aliviado de que mi amigo no se matara.
    -Sí, una mala suerte que me duró casi tres años.
Esto no lo entendí. Damián se dio cuenta y sin precipitarse acudió en mi auxilio con una jarra nueva de cerveza. Luego, Heracles declaró con voz profunda y seca:
    -Estuve tres años sobrevolando el mar unido a sus patas.
Hay momentos en que a lo largo de una conversación se produce un silencio que es necesario respetar pues forma parte esencial de la narración. Los silencios pueden decir muchas cosas y a veces son más elocuentes que las mismas palabras. Son momentos que marcan una pausa en el relato y sólo los buenos oradores saben cuando utilizarlo, pues es preciso contar con la suficiente experiencia  para saber que tu escuchante va a enmudecer hasta que tú des algún indicio de que ya está permitido volver a hablar. Es como cuando el torero, después de dar algunos pases maestros, repentinamente se da la vuelta, eleva la cabeza, saca pecho y con andares sobrados de soberbia deja a sus espaldas al toro que lo mira hipnotizado sin atreverse a seguirlo y pitonearlo a placer, que sería lo suyo. Un buen orador maneja los silencios con destreza, los propicia en el momento oportuno y mantiene al escuchante con funerario respeto tanto que en ocasiones baja la vista y simula reflexión o sufrimiento. El silencio que se produjo a continuación de que Heracles confesara que había permanecido tres años de su vida colgando de las patas de un albatros gigante, no era de ese tipo. En realidad no era un silencio fácilmente clasificable. Al principio enmudecí porque sencillamente no podía cerrar la boca. Luego, una vez cerrada, no podía abrirla.
    -Pero eso no es para coger manía a todas las aves –dije por fin y he de reconocer que lo dije sin pensarlo mucho.
    -¿Tienes idea de los equilibrios que tenía que hacer para alimentarme con los peces que me dejaba caer de su pico?
    -Y crudos, claro.
    -No, a veces me llegaban con salsa tártara y una botella de vino blanco bien fría.
Reconozco que de vez en cuando hago observaciones que merecen respuestas contundentes.
    -Sí, tres años en el mar son muy duros –asentí en tono reconciliador-, sobre todo si los pasas penduleando de las patas de un pájaro.
    -Imagínate. Claro que lo peor fue el impacto psicológico.
    -Bueno, pero ya pasó todo, ¿eh?, arriba ese ánimo.
    -Yo estuve tres años de mi vida alimentándome de peces regurgitados, prendido de las patas de mi mascota, pasando frío, calor, humedad,... ¿qué digo humedad? ¡permanentemente empapado hasta la médula de los huesos!,... he vivido más de tres años sufriendo todo tipo de privaciones y calamidades, sin ver a mis padres, ni a mis tíos, ni nada de nada,... todo porque pensaba que cuando se le pasara el ansia de mar mi albatros volvería a estar conmigo como siempre había sido, pero ¿sabes qué hizo cuando finalmente se posó en el mismo acantilado del que partimos y yo pisé por primera vez en tanto tiempo tierra firme?
Antes de que yo pudiera contestar ninguna tontería fuera de lugar, Heracles se respondió a si mismo:
    -Se miró las patas, las sopló, y a continuación remontó de nuevo el vuelo dejándome abandonado en mitad del acantilado.
    -¡Todos los albatros son iguales! –dije demostrando que mi capacidad de responder inconveniencias seguía intacta. Observé que los hombros de Heracles se movían convulsivamente y que trataba de ocultar la cabeza entre ellos.
    -Venga, no llores –intenté consolarlo- a lo mejor no era el mejor albatros que podías encontrar... es posible que tu albatros ideal te esté esperando en algún risco de la costa gallega y que un día vuestras vidas se crucen y viváis siempre juntos,... ya sabes... ese tipo de cosas.
    -Ya, claro, eso es lo que yo me dije, que tenía que reponerme, rehacer mi vida, pero no es fácil ¿sabes?, no es nada fácil.
    -Lo entiendo, a todos nos ha... podido pasar lo mismo alguna vez.
    -De hecho volví a tener otro albatros al año siguiente.
Me detuve en seco. Todo se detuvo en seco. Fue como si alguien hubiera destrozado el mecanismo que permite que las cosas no estén detenidas en seco.
    -¿Hubo otro albatros en tu vida? Quiero decir, ¿tuviste otro albatros?
    -Sí. Y pasó exactamente lo mismo. En esta ocasión sólo estuve suspendido año y medio de sus patas.
    -Lo que hace la experiencia.
    -No te creas, fue un golpe de suerte, porque el siguiente albatros que tuve...
    -Un momento, un momento –interrumpí con malos modales- ¿cuántos albatros has tenido en total?
    -Mmmm, no se, quizá cerca de diez.
    -Ah, bueno, digamos que lo normal, ¿no? –ironicé.
    -Sí, supongo, pero con muy mala fortuna, pues siempre me ha sucedido lo mismo –hizo una pequeña pausa para tomar aire y expulsarlo en un significativo resoplido-. En total he debido de pasar unos doce años de mi vida sobrevolando los océanos, agarrado a mis sucesivos albatros. Y al final, siempre me han acabado abandonando – dio un trago largo de cerveza-. ¿Comprendes ahora por qué odio a todos los pájaros, aves, o como quieras llamar a esa especie de animal ingrato?
   -Sí, una vez que lo has explicado, se entiende perfectamente.
   -¿Otra cerveza? –me preguntó totalmente restablecido de la conmoción de revivir sus tristes historias.
Yo se que Heracles jamás miente. Quizá por eso seguimos siendo grandes amigos aunque a veces pienso que podía ser menos neurótico.  Acepté la cerveza y brindamos por los siguientes albatros que pudieran presentarse en su vida.

Fin




miércoles, 20 de febrero de 2013

Cosas del tiempo






Conozco a una persona que está enamorada del tiempo.
    -Estoy enamorado del tiempo –me dijo-. Amo cada segundo que pasa.
    -Es una forma de amar la vida –contesté satisfecho de haber encontrado rápidamente algo bueno que decir a tan disparatada propuesta.
    -No, no es ese tipo de amor. Yo amo al tiempo por él mismo, no por los beneficios que puede representar para alguien que está vivo. De hecho, la vida me trae sin cuidado. Siempre me ha parecido un fenómeno sobrevalorado por los que estamos vivos. No, yo amo al tiempo como podía amar a la materia o al espacio.
    -¿No te parece que la vida está bastante ligada al tiempo?
    -Naturalmente que sí, pero no lo suficiente como para confundirlos.
   - Ya, pero ¿cómo puedes amar al tiempo y resultarte indiferente la vida? Si no estuvieras vivo, no serías capaz de amar nada. Por otro lado, sin tiempo no hay vida y sin vida no hay tiempo.
    -Los que estamos vivos tenemos una opinión demasiado sesgada de lo que es la vida y nos encanta proclamar que la amamos, pero la mayoría de nosotros no sabemos si eso es exactamente así. Yo me he dado cuenta de que amo al tiempo, precisamente pensando en cómo era posible que me resultara indiferente la vida.
    -¿Estás seguro de que no amas a la vida?
    -Cuando digo que no amo la vida, quiero decir que no la amo en el mismo sentido que dicen amarla quienes más la maltratan. Yo la amo pero de forma diferente porque también amo la vida ajena. Por ejemplo, soy absolutamente incapaz de hacer daño a nada que tenga consciencia de su existencia, por dos motivos: respeto, y porque de todo lo que existe en el mundo lo que menos soporto es el sufrimiento, tanto el propio como el de los demás. Pero, ¿significa eso, acaso, que amo a la vida? Yo creo que no. Simplemente significa que odio el dolor. Y llegado a este punto he de confesar que me parece que me he hecho un lío.
Yo a su vez, reconocí que me encontraba bastante confuso. Mi amigo me miraba calibrando el efecto de su confesión. Él me conoce y sabe que soy bastante crítico y que ante los estímulos apropiados suelo proporcionar interesantes argumentos para destruir o apoyar su postura,… algo, desde luego, diferente a un encogimiento de hombros con cara de besugo.
Puse cara de besugo con los hombros escondidos en el cuello y simplemente dije:
    -Esta democracia es una mierda.


jueves, 14 de febrero de 2013

Parece mentira




Se puede decir que en general no me siento tentado a escribir sobre las cosas tan desconcertantes que están sucediendo en nuestro país, pues para mi gusto son demasiado reales, y siempre me han atraído más las otras cosas, las no reales. La realidad es lo fácil, porque es lo que tienes sin ningún esfuerzo, está ahí y ya está; la no realidad en cambio es más compleja pues admite muchísimos matices, algunos, completamente surrealistas, y con eso lo he dicho todo. Por recordar a Lewis Carrol, soy más partidario de la celebración del no-cumpleaños que del cumpleaños, pues para empezar, tengo 364 oportunidades de celebración y no solo una. Lástima que no esté Lewis Carrol entre nosotros, a ver qué decía.
El caso es que el realismo está haciendo la competencia de forma desleal al surrealismo. A ver si no: el actual presidente de la patronal es un negacionista de la situación laboral. El anterior está en la cárcel por “malas” prácticas empresariales. El vicepresidente actual de la patronal y presidente de los empresarios madrileños va a ir pronto a hacerle compañía, por ignorar algo tan básico en el funcionamiento de las empresas, como es la debida tributación a la Seguridad Social. Su amparadora, y expresidenta de la CA de Madrid, todo lo que tiene que decir es que “estamos en un estado de derecho y el señor Fernández merece todos mis respetos”. Pues qué bien, respetemos todos a D. Arturo, que de momento, de forma constatable, acumula 16 multas de la Seguridad Social por impago (total medio millón largo de Eurípides).
Del resto, de lo que viene de lejos, prefiero ni mencionarlo que ya está muy trillado, pero por seguir con la actualidad del último minuto, hay tres primas y una tía, o la abuela, uno ya no sabe, del rey, que van a ser imputadas por su relación con la mafia china. La realeza no sale de las redes delictivas. Ahora metida en la multinacional del blanqueo, donde su CEO, Gao Ping, el chino malo, está en la calle por un error del juez, pero que si no llega a ser por ese fallo tan tonto sería compañero de celda de los anteriormente citados.
Joder, si es que todo parece mentira de lo irreal que es.
Yo de momento, veo una posible salida a mi existencia postulándome como próximo papa ahora que ha quedado vacante el puesto. A ver si es verdad.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Mi abuelo menguante



Mi abuelo esperaba todos los años la llegada de la primavera con verdadero entusiasmo. No era algo nuevo, aparecido con la edad, sino que le había pasado siempre, desde que era niño. O al menos eso era lo que me contaba a mí, que siempre le había gustado muchísimo la primavera. Quizá por eso lo sintió tanto cuando un año ocurrió algo insólito: no hubo primavera. No es que se alargara el invierno, o entrara antes el verano, no; sencillamente ese año tuvo sólo nueve meses y justo los tres que faltaron eran los correspondientes a la primavera. Mi abuelo, como os podéis imaginar, se llevó un disgustazo enorme, pero qué iba a hacer el hombre. Lo curioso del fenómeno es que así volvió a suceder al siguiente año y al siguiente, de modo que a partir de entonces los años se sucedían sin primavera. Años de nueve meses, justo lo que dura la gestación del siguiente.
Mi abuelo, que era una persona muy adaptativa con un gran sentido práctico, empezó entonces a disfrutar con mayor entusiasmo del verano, y cuando ya estaba prácticamente acostumbrado a tener sólo tres estaciones, de repente llegó un momento en que tampoco hubo verano. Pasó lo mismo que cuando desapareció la primavera, no quedó ni rastro. Sólo seis meses  y hala, ya estaban celebrando la llegada del siguiente año, que como era de prever, también pasó directamente del invierno al otoño. Y pasaron muchos años que eran medios años cuando finalmente sucedió algo que ya estaba esperando mi abuelo: años de tres meses. Sólo invierno. Hasta que llegó un día, bastante frío, claro, en que también desapareció el invierno, con lo que a mi abuelo no le quedó otra salida que morirse.
Y así vive desde entonces, completamente muerto, pasando años que no existen.