viernes, 27 de noviembre de 2015

Malas costumbres



                                                           La calumnia. Boticcelli





Se puede ganar demostrando superioridad  o bien, buscando la forma de inhabilitar al contrario, lo que menos trabajo cueste. Nos estamos acercando y según nos acercamos, las descalificaciones irán en aumento, siempre sucede. Me refiero, naturalmente, a las próximas elecciones. Lo siento, pero es muy difícil cuando uno tiene un blog de asuntos generales, no dedicar al menos un artiblog a comentar lo que ve, y lo que he visto esta mañana no me ha gustado nada, independientemente de quienes sean los protagonistas y a qué partido pertenecen. Cuando se traspasa la barrera de las ideas para atacar a un contrario, y se invade el territorio de lo privado, me da igual quién sea el infractor, y a quién ha intentado dañar.
En este caso, Juan Carlos Monedero ha insinuado de forma chusca que Albert Rivera esnifa cocaína. Además lo dice como un niño tonto, sin decirlo claramente, entre risitas de vieja escandalizada, buscando frasecillas de doble sentido pretendidamente graciosas, sin conseguir hacer reír nada más que a otros idiotas entregados a seguir la broma del intelectual. Y lo dice sin tener pruebas, pero sobre todo, ¿y qué? ¿y qué si se mete cocaína? Yo ignoro si Albert Rivera le da a la farlopa, esnifa cola de pegar o se aplica un cilicio antes de acostarse, es algo que me trae sin cuidado, pero por lo que se ve a Monedero no le deja indiferente y en lugar de buscar un debate de ideas, lo hace de usos y costumbres, condenando uno que él reprueba. Ya está, ya salió un vigilante de la moral, alerta a lo que hacen los demás para denunciarlos públicamente.
Y no estamos hablando de una dama victoriana, sino de uno de los teóricos de un partido que se posiciona como progresista, tolerante, avanzado y muy en contacto con la realidad que sucede diariamente en la calle.
Pues no sé, pero los comentarios de Monedero a mí me han recordado a mi abuela.






jueves, 19 de noviembre de 2015

El despatarre y el cerebro





Primero voy a hablar del despatarre y luego del cerebro, avisando que no tiene nada que ver una cosa con otra, como sus propios nombres indican.

Despatarrarse, todo el mundo lo sabe, significa abrir excesivamente las piernas. Lo que ya no sabe todo el mundo, al menos yo no lo sabía,  es que se trata de una práctica que se está poniendo cada vez más de moda entre cierto tipo de hombres que muestran su prepotencia a través de la exaltación de sus genitales. Muy de primate, sin duda. Por lo visto es algo muy fácil de observar en el transporte público (lo que me pierdo por ir siempre en moto) y principalmente se produce cuando el asiento de al lado lo ocupa una mujer. Tanto se está extendiendo esta costumbre, que ya se habla del despatarre machista, como cierto tipo de agresión y es algo que no solo se produce en nuestro país. En Nueva York, por ejemplo, las autoridades  del transporte metropolitano, ante las continuas quejas de grupos feministas, ya ha tomado cartas en el asunto para combatir el manspreading, que así es como lo llaman ellos. Ignoro en qué consisten las medidas tomadas, aunque a mi se me ocurre una, aprovechando la postura, que veo difícil que pueda ser superada en efectividad.
En Venezuela, por lo visto, también es algo muy fácil de observar, y allí lo llaman explayarse. Yo siempre he dicho desparrancarse, aunque en otro contexto mucho más simpático.


Y ahora viene lo del cerebro. En la madrugada de ayer, la policía francesa  localizó, acorraló y se cargó al descerebrado que había planeado los ataques terroristas del viernes. Sí, el descerebrado, porque hace falta no tener cerebro para hacer algo así, y sin embargo, todos los medios de comunicación y portavoces institucionales se refieren a él, como el cerebro de la operación, o aún mucho más hiriente, el autor intelectual. ¿Pero de quién estamos hablando, del inventor del cálculo infinitesimal, o de un imbécil víctima de una manipulación que puede detectar hasta un escolar? Porque según todos los vídeos selfies que se hizo y que hemos tenido ocasión de ver, está claro que se trata de un individuo con el coco hecho agua por todas las mentiras de su religión, tanto que pensaba ser el brazo justiciero de su dios. Quien le metió esas ideas absurdas, hasta el punto de no importarle morir por llevarlas a cabo, ese sí es el cerebro, pero a ese nunca le van a coger. Aunque esté perfectamente localizado, incluso aunque se despatarre delante de todo el mundo.

Así es la vida.








martes, 10 de noviembre de 2015

La mala educación







Hace muchos años, miles, los humanos nos dimos cuenta de que teníamos cierta tendencia a matarnos los unos a los otros y que eso, en general, no era nada bueno.  Para poner límites a nuestra natural agresividad se crearon unas normas de modo que nos seguíamos matando unos a otros, pero ya no de forma impune, y al que encontrábamos culpable, lo matábamos.
Poco a poco, nos fuimos civilizando y esas normas o leyes se fueron haciendo más complejas pues había que tener en cuenta otros aspectos, no solo el crimen cometido. Se inventaron los atenuantes, y se puso límite a los castigos, sobre todo a los físicos. Cada día que pasaba estábamos más civilizados, daba gusto vernos, y entonces se nos ocurrió, que además de poner leyes para evitar en la medida de lo posible matarnos entre nosotros, podíamos ir un poco más lejos y crear otras normas para que las relaciones entre los humanos fueran mucho más cordiales. Dicho de otra forma, intentar molestarnos lo menos posible. Entonces inventamos algo realmente grande, una de las mejores ideas que se nos ha ocurrido desde que abandonamos la costumbre de coger cosas con los pies: la educación. Con educación pasamos de ser primates agresivos a personas capaces de bajar el volumen de la televisión por la noche aunque lo que nos pida el cuerpo sea ponerla a toda tralla.
Con la educación salimos beneficiados todos, pues su único objetivo es no molestar, y si molestas, pedir disculpas y poner cara de que lo sientes muchísimo de modo que el molestado no se siente tan mal. Parece una tontería pero para ver claramente sus ventajas pongamos un ejemplo: si te pisan, es muy distinto escuchar en tono compungido, “lo siento muchísimo, ha sido sin querer”, a que te digan entre risotadas “¿A que jode?”. Parece que no, pero hay una diferencia enorme aunque el dolor del pisotón sea exactamente el mismo.
Pues bien, las normas de educación también han evolucionado de modo que ahora nos parecen inaceptables cosas que hace tiempo se veían como algo normal. Por ejemplo, he leído en un libro de incuestionable fiabilidad, que el magnate americano John Jacob Astor, en una cena de gala celebrada en su casa no tuvo inconveniente en limpiarse las manos en el vestido de la dama que se sentaba a su lado. No está documentada la reacción de la señora-servilleta, pero sabemos que Astor puso el dinero para fundar la Biblioteca Pública de Nueva York, quizá arrepentido de su falta de compostura en la mesa.
En aquella época, principios del siglo XIX, ya existían manuales para dejar claro lo que se consideraba de buen gusto y lo que no; en el popular, the laws of etiquette, or short rules and reflections for conduct in society, se dice claramente, que no es de buena educación acercarse el tenedor a la nariz para olisquear el trozo de carne  ensartado. También se recomienda el uso de la cuchara para el plato de la sopa, y que si bien, uno puede limpiarse la boca con el mantel, lo que debe evitar es sonarse la nariz en él. Con razón, Groucho Marx, dijo que era de muy mala educación exclamar cuando nos sirven la comida, “¡pero quién es el imbécil que ha puesto esta mierda en mi plato!”
Todas estas recomendaciones, de seguir las tendencias observadas últimamente a mi alrededor, me temo que serán necesarias incluir nuevamente en la educación impartida en los colegios. ¿Por qué será que tengo la sensación de que cada vez hay más gente maleducada? La respuesta es bien sencilla: porque cada vez hay más gente maleducada, basta con darse una vuelta en coche y observar el comportamiento de la mayoría: dista muchísimo de   seguir la norma número uno que es molestarnos lo menos posible entre nosotros.
Y así con todo, pero para qué seguir, estoy seguro de que cada cual puede poner mil ejemplos.