sábado, 26 de julio de 2014

¿Quién era yo?








Primero murió mi madre y luego mi gato. Después mi empresa tuvo que cerrar. Todo esto sucedió en menos de una semana de modo que cuando lloraba, no sabía si era porque había perdido a mi madre, a mi gato, o porque estaba en el paro. Al poco tiempo me abandonó mi mujer, quizá porque con tanto llanto yo había dejado de ser el hombre que antes era. Entonces me fui a vivir a un pueblo lejano y pequeño en el que nunca antes había estado, sencillamente porque tenía casas en alquiler muy baratas y allí la vida, en general, supuse que también estaría más acorde con mi nueva economía.
Al poco tiempo me di cuenta de que la panadera, además de vender unas hogazas estupendas, de esas de pueblo de toda la vida, olía a magdalenas recién horneadas, y eso, desde que yo era muy pequeño siempre me ha resultado irresistible, de tal modo que inicié un romance con ella. Yo no tengo hijos, pero ella para compensar mi carencia tenía tres. Nos fuimos a vivir juntos. Ahora el que huele a magdalenas recién horneadas soy yo, con lo que soy doblemente feliz. Todo esto ha ocurrido en menos de cinco meses y tengo la sensación de que llevo toda mi vida en este pueblo, casado con la panadera y con tres hijos, que son hijas, estupendos.
La persona que fui ya no existe, quizá jamás existió y todo ha sido una ilusión mía. Probablemente tampoco han existido nunca ni mi madre, ni mi gato ni mi empresa. Mi mujer, en cambio, sé que sí ha existido y que sigue existiendo porque de vez en cuando me llega alguna carta de su abogado para que firme cosas que yo sin discutir firmo. Total, ¿qué más me da?
Ahora mi única preocupación es la tahona, el fuego del horno y que suba la masa en el momento indicado. Mis tres hijas cada día están más guapas y su madre cada vez huele mejor. La felicidad es plena.
Me apena saber que en cualquier momento yo puedo dejar de existir y conmigo, todo lo demás. O quizá, al revés.





viernes, 18 de julio de 2014

Relato de verano 2










El gato permanecía quieto sin decir nada a pesar de que era de ese tipo de gatos que no se callan fácilmente. Nunca se había encontrado en una situación como aquella. De repente todo adquirió un tono diferente y el universo entero se transformó. En la cocina, la criada seguía muda por el espanto y el policía se mantenía circunspecto y callado como el mismo gato. Llamaron a la puerta.

Año y medio no es mucho, pero es el tiempo suficiente para coger cariño a un jefe si éste se lo ha sabido ganar. Desde que vino de Sosúa, su pueblo natal en la República Dominicana, Nelsa había trabajado en tres casas diferentes y en la que más a gusto se encontraba era en la última. El trabajo no era excesivo, tenía más tiempo libre y como inconveniente sólo cabía destacar la presencia de un horrible gato que se subía por todas partes llenando todo de pelos. Lo malo era que una vez encaramado a donde fuera, optaba o bien por maullar de forma insistente, o aún peor, defecar mefíticas bolas de mierda reconcentrada. Afortunadamente para todos, esta última opción era menos frecuente, por lo que a su amo, no parecía preocuparte mucho mientras fuera Nelsa la encargada de limpiar lo que debería estar, según las reglas establecidas, en un cajón lleno de arena.
Nelsa siempre pensó que el amo del gato y señor de la casa, en el fondo estaba un pelín trastornado, pero mientras fuera buena persona, lo demás no tenía que importarle.

Su mejor amigo, que además era psiquiatra, sabía que estaba atravesando una crisis, y se alarmó al ver un coche de policía a la puerta de la casa cuando fue a visitarlo.

Era agosto, hacia mucho calor, y al día siguiente se suponía que empezaban sus vacaciones. Qué mala suerte, se dijo a si mismo, mientras tomaba nota de todo el desaguisado que había en la cocina. Mandó al fotógrafo que tomara un par de instantáneas más desde fuera de la casa y también del jardín, donde aparentemente, todo estaba en orden. De forma profesional buscó alguna pista oculta a los ojos de los profanos. Su mirada se cruzó con la de la criada, una mulatita que estaba la mar de buena, pensó para si. El gato, enorme, parecía estar de acuerdo.

Un par de horas antes, cuando todo empezó, entró en la cocina con el ánimo por los suelos. Como todas las mañanas estaba retrasando todo lo que podía el momento de ponerse a trabajar, y no es que no le gustara escribir novelas de misterio, que además se las pagaban generosamente, es que su naturaleza era incompatible con el esfuerzo a quema ropa. Pero en esta ocasión además, notaba la presión de un problema irresoluble.

Entró su gato, al que llamaba Tetris por la facilidad con que se metía en cualquier hueco, y enseguida notó, con esa perspicacia que solo tienen los gatos, que algo extraño pasaba.
Se preparó para lo peor; esta vez poco más podía hacer.

Cuando oyó la detonación se subió a la cortina. Tenía que maullar.





viernes, 4 de julio de 2014

relato de verano 1







Cada día que pasa noto cómo voy perdiendo memoria y aunque esto es algo que todo el mundo puede decir a poco sincero que sea, estoy convencida de que no a todo el mundo le pasa de la misma forma que a mí. El otro día me ocurrió un suceso que aún no sé cómo afrontarlo. Yo trabajo en una compañía aérea como azafata, ya saben, repartiendo sonrisas y cocacolas por igual a gente que en general no se merece ni una cosa ni la otra. Pues bien, estaba yo en plena tarea cuando de repente me di cuenta de que no sabía cuál era el destino del avión. Esto es algo que me sucede bastante a menudo, pues vuelo con demasiada frecuencia y es normal que confunda los sitios a los que voy, pero tarde o temprano, siempre vuelve a mi mente la programación completa sin demasiados problemas. Sin embargo, el otro día por más que me esforzaba, seguía sin saber a qué ciudad nos dirigíamos. De la forma más natural se lo pregunté a mi compañera, según repartíamos naranjada a diestro y siniestro.
    -Oye, Cristina, ¿adonde vamos hoy?
    -¿Estás de broma? vamos a…. ¡coño!, ¿adónde vamos que no me acuerdo?
Mi compañera y yo estuvimos intentando recordar el lugar al que iba el avión sin conseguir ni la más remota pista.
    -Vamos a ver, ¿tú qué has metido en la maleta, bikinis o anoraks? Lo digo para centrar un poco el tiro.
   -Pues, ¿me puedes creer que no sé siquiera si me he traído la maleta?
 Con cierto rubor se lo preguntamos a otros compañeros que después de exclamar  según lo exquisito de su sentido del humor lo taradas que estábamos, se sorprendieron de que tampoco ellos recordaran nada. La pregunta se fue extendiendo y al final ninguno de los quince tripulantes de cabina que íbamos en aquel vuelo tenía la menor idea de nuestro destino. Con muchísimo tiento empezamos a preguntar al pasaje de la forma más disimulada de la que éramos capaces.
    -¿Qué, un poquito más de café? porque al sitio que vamos, lo mismo no es fácil tomarse uno tan bueno como este, ¿verdad?
    -Sí por favor, un poquito más … por cierto le va a extrañar mi pregunta, pero ¿me puede decir a donde vamos?
Sondeamos a la totalidad del pasaje de discretísima forma sin que nadie fuera capaz de decirnos nada. Al final, conseguimos convencer al sobrecargo para que se lo preguntara al comandante. Yo me ofrecí a acompañarle en la misión. Con cautela entramos  en la cabina de los pilotos a los que encontramos inmersos en sus tareas, sumergidos en mapas y hablando entre ellos en tono preocupado. Era evidente que ninguno de los tres sabía ni remotamente adonde iba el avión.
Finalmente aterrizó en una ciudad que creo que es la mía pero no estoy demasiado segura. Llegué a mi casa, o eso es lo que creo, besé amorosamente a mi marido, supongo, y desde entonces vivo con la sensación de que estoy algo perdida.