domingo, 30 de junio de 2019

Paletos







Voy a comentar un suceso que ha salido en las redes sociales como ejemplo de intolerancia, odio, y no sé qué. Yo creo que es mucho más sencillo, para mí se reduce a un caso de paletismo agudo con complicaciones aportadas por un carácter agresivo y violento. Pero antes tenemos que definir qué es un paleto.

Cada cual tiene en su cabeza el significado de la palabra paleto, y puede variar ligeramente de una cabeza a otra.  Para unificar criterios, yo voy a dar el que tengo en la mía y así podremos discrepar o estar de acuerdo en mi interpretación del lamentable suceso sin que medie la del término. No hay nada como establecer una nomenclatura antes de iniciar un debate para que sea fructífero.
 Aquí va:

Consideración previa sobre la palabra paleto: en ningún caso se entenderá el término paleto como alusivo a un lugar de nacimiento, admitiendo que existen paletos tanto entre los nacidos en pequeños pueblos como en enormes y cosmopolitas ciudades.

Paleto: individuo que vive en una pequeña aldea mental, en ocasiones extremadamente pequeña,  en la que debido a su reducido tamaño no caben demasiadas cosas. Siempre se queda fuera aquello que no reconoce de su entorno inmediato. Qué pena.

El cura: el paleto puede creer en Dios o no, se dan los dos casos, pero siempre tiene un pequeño cura alojado en algún lugar de su minúscula aldea que censura todo lo que está fuera de las convenciones admitidas por “las buenas costumbres”.

Actitud del paleto: rechaza cualquier cosa que sea novedosa, y novedoso es todo aquello que viene de fuera o directamente está fuera del alcance de sus entendederas, de modo que rechaza prácticamente todo. El rechazo se manifiesta con gestos, a veces exagerados, de asombro que poco a poco van trocando en gestos de asco, pasando antes por una fase breve en la que el paleto se escandaliza, o simula escandalizarse.
Al paleto le gustaría que todo el mundo fuera como él. El que nace paleto, es muy difícil que no muera paleto.

Bien, una vez establecido el término, vayamos al suceso en cuestión, que todo el mundo conoce ya, y que para mí es un ejemplo claro, como ya he dicho, de paleto.


                                                          SUCESO EN CUESTIÓN

De regalo os pongo una escena de Historia de la frivolidad, de Chicho Ibáñez Serrador y Jaime de Armiñán, estrenada en 1967, en la que aparecen las puritanas entonando una alegre cancioncilla compuesta por Augusto Algueró.


                                                                 DE REGALO 








domingo, 16 de junio de 2019

El ataque de las metáforas








(continuación de Tarea pendiente)

Efectivamente, mis barruntos fueron acertados y ayer antes de que terminara el día, sufrí el ataque de otra metáfora, mejor dicho de varias, fue un ataque masivo. La primera fue al ir al súper. Tuve que salir a buscar un repelente para avispas porque el truco del limón con clavos y un casquete de cebolla volvió a demostrarme que no sirve para nada, y como se me estaba haciendo tarde cogí la moto. No viene al caso explicar lo de las avispas, así que no lo haré, pero necesitaba el repelente.

El camino de mi casa al súper, como todos los caminos que van a cualquier sitio, está plagado de rotondas. Cuando vas en moto, las rotondas son mucho más rotondas que cuando vas en coche, porque una vez que entras en ellas algo te impulsa a no ceder el paso a nadie aunque se cruce inopinadamente sin avisar. Naturalmente tienes que controlar el impulso y dejar que el invasor culmine su fechoría, preguntándote cómo es posible que un coche tan estupendo carezca de intermitentes. El caso es que yo, perro viejo, veo las intenciones de cualquier vehículo antes de que inicie una maniobra, y sé cuando un coche entra en una rotonda con la intención de no abandonarla tan fácilmente, sino que va a hacer el giro completo para salir por el mismo camino por el que ha entrado, es decir que lo que va a hacer es cambiar de sentido. Cuando esto ocurre con varios coches en varias rotondas, te preguntas  por qué todo el mundo quiere regresar por donde venía como si repentinamente se les hubiera olvidado algo de vital importancia y tuvieran que  volver a recogerlo. No es casualidad, hay una intención y yo supe verla con claridad: se trataba de una metáfora. Resulta obvio.

Luego, cuando entré en el súper, un cartel enorme que nunca había estado allí, anunciaba, mejor dicho, advertía:

NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES

Eran dos metáforas contradictorias que me querían decir algo, la primera admitía la posibilidad de volver por el mismo camino, con un mensaje de segunda oportunidad, mientras que la segunda eliminaba esa opción. Procuré no pensar en ello y me centré en lo de las avispas. Entonces recibí el impacto de una nueva metáfora. Fue al coger una lata de tomate (ya que estaba allí...). De repente, algo que siempre permanece oculto y solo descubres después de dar mil vueltas a la lata, ese día saltaba a la vista. En letras claras, grandes y en un color que destacaba sobre el fondo, se podía leer sin problemas la fecha de caducidad. Más claro el agua, ¿no?

Insoportable, me sentía abatido, acosado por la evidencia de los mensajes que me mandaba el universo. El castigo por llevar seis años sin realizar mi tarea pendiente.

Luego la megafonía anunció que estaban cerrando y que ya no había tiempo para más compras. De nuevo me sentí sacudido por la claridad del mensaje. Decidí huir, salir corriendo de allí, aunque no hubiera cogido aún el repelente para avispas. Entonces, al pasar por delante de la pescadería leí:

                                          FILETES DE CABALLA LIMPIOS A 3€ EL KILO

Aún le estoy dando vueltas a lo que me quiere decir el destino con este nuevo mensaje que sin duda estaba ahí exclusivamente para mí.

Otra maldita metáfora, aunque en este caso su significado se me está resistiendo.







miércoles, 12 de junio de 2019

Tarea pendiente








Todas las noches me acuesto con el pesar de no haber hecho durante el día una cosa que tengo pendiente desde hace seis años (todas las noches desde hace seis años, se entiende). Después, ese pesar se convierte en discreto insomnio que me dura desde las tres de la madrugada hasta las tres y media, para recordarme que debo hacerlo al día siguiente; me prometo a mí mismo que me pondré a ello nada más despertarme, y en cuanto abro los ojos, ya ni me acuerdo, de modo que pasa otro día sin hacer lo que tengo que hacer,  desde hace seis años, para mi vergüenza. La jornada transcurre sin que en ningún momento se me pase por la cabeza dedicar mi tiempo a esa vieja tarea pero por la noche, cuando me acuesto, después de leer un buen rato y apagar  la luz, la oscuridad me trae de nuevo el recuerdo del deber y se repite el ciclo. Así, durante seis años.

Una tortura que no me deja otra opción que reconocer que sólo soy responsable y consciente de mis obligaciones en dos momentos del día, antes de dormirme, de doce a doce y media de la noche, y luego de tres a tres y media de la madrugada. En total, una hora al día, ese es el tiempo en que me preocupo por mis cosas. Durante las otras 23 horas, se puede decir que soy un pasota redomado.

Pero esto se va a acabar, mañana sin falta me encargo de mi tarea pendiente porque he observado que los remordimientos de conciencia me están destruyendo sin que yo me de cuenta, a la chita callando. Es que mi conciencia no está en mi consciente, dónde me daría cuenta de todo lo que me dicta, sino en mi inconsciente, lugar al que no tengo acceso directo, tan solo a través del psicoanálisis. Pero que no me de cuenta inmediatamente de lo que ahí se cuece no significa que no sufra los efectos de sus sanciones.  Y son terribles. Por ejemplo, ahora me siento perseguido por metáforas. Me acosan. 

Mi subconsciente, que me conoce bastante bien, es consciente de cómo actuar para que sus mensajes me lleguen netamente, sabe que con las metáforas no falla porque soy especialmente sensible a sus significados, a veces nada evidentes, de modo que me bombardea con unas cuantas. Hoy, por ejemplo, antes de comer he recibido el impacto de dos metáforas seguidas que me han conmocionado, y de la misma forma que cuando alguien ha tenido un cólico nefrítico, barrunta cuando se va a producir el siguiente, ahora me temo que antes de que den las ocho de la tarde, recibiré otro metaforazo en pleno rostro. Así, plas. Por eso, prometo solemnemente, me prometo a mí mismo, que de mañana no pasa (ahora ya es un poco tarde para ponerme a hacer nada).

Sí, mañana dedicaré el día entero a hacer lo que tenía que haber hecho hace seis años. A ver si me acuerdo de qué se trataba.















jueves, 6 de junio de 2019

La loca de los gatos






Sé que no es la mejor, que existe una variedad enorme de formas de despertar que superan a la mía, algunas muy interesantes, pero me encanta la manera en que empiezo el día. Todas las mañanas, a las siete en punto, mi gato salta sobre mí, se tumba cuan largo es sobre mi pecho y me da los buenos días (siempre duermo boca arriba y de esa postura no me muevo en toda la noche, parece que me he muerto. Quién sabe, lo mismo). Algunos pueden interpretar que mi gato lo que busca es despertarme para que le ponga el desayuno, pero se equivocan, esa forma que tiene de meterme las vibrisas (así se llaman los bigotes de los gatos) por los ojos, las narices y la boca, es de puro cariño, nadie que lo vea puede interpretar que ese gesto esconde motivos egoístas. Claro, que  nadie lo ve, estaría bueno. Me saluda, yo correspondo rascándole debajo de la barbilla, él ronronea y todos tan contentos. Así, día tras día. ¿Por qué hacemos esto, y aquí incluyo al gato? Lo suyo está clarísimo, acomodarse en un sitio calentito que sube y baja acompasadamente tiene que ser una juerga, ya me gustaría a mí tener a alguien a quien subirme por las mañanas  de un salto y que me rascara la barbilla. Si encima me mece, la dicha sería completa. En cuanto a mí, lo hago, o mejor dicho, dejo hacer, porque me gusta recibir cariño, me da igual que sea de un gato.
Luego, a lo largo del día, el gato aparece y desaparece de escena, siempre sorpresivamente, como un enigma con patas y bigotes, colándose por las rendijas de las puertas, o quizá atravesando los muros, no tengo ni idea porque nunca lo veo, y de vez en cuando repite su saludo.




Me gusta, insisto, pero… entiendo que haya personas que no entiendan mi amor correspondido por los gatos, incluso puedo entender que  vean un fastidio en lo que yo considero momentos placenteros, pero lo que jamás entenderé es que me miren como si yo fuera un bicho raro. Raro porque me gustan los gatos.
Esto que acabo de contar aprovechándome de que nadie me puede responder, si lo digo públicamente, habrá muchos que digan con desprecio: “mira éste, tá chalao”. Siempre ha sido así, los amantes de los animales tienen su público y fuera de él, todo es incomprensión, pero los amantes de los gatos… además esos están locos.
Cerca de donde yo vivo, hay una señora que todos los días da de comer a los gatos callejeros; es la loca de los gatos. Todo el mundo la conoce como la loca de los gatos. El otro día la conocí por casualidad, por eso estoy escribiendo este artiblog, y es una señora que preside el consejo de administración de una importante empresa, habla perfectamente el español (es que es americana), además del francés y ha estudiado en Harvard, de verdad, no como Casado. Como una cabra, vamos.
La loca de los gatos, porque hay que estar loco para intentar que no se mueran de hambre unos animales que si pudieran te despertarían dándote los buenos días como hace mi gato. 
Estamos en un mundo de atar.