martes, 23 de febrero de 2021

El gallipato



Casi siempre que alguien dice, "respetamos la decisión del juez" lo que realmente quiere decir es que acata la decisión, que no es lo mismo, y debería añadir, porque no queda más remedio. Seamos serios, hay decisiones judiciales que no merecen ningún respeto aunque de todas formas haya que acatarlas. Obedecer no es respetar aunque sería estupendo que lo primero siempre fuera consecuencia de lo segundo. 

También decimos que nunca segundas partes fueron buenas, en alusión a que más vale no insistir y también refiriéndose a secuelas de películas, y de eso nada monada, todos tenemos ejemplos de segundas partes que superan a las primeras. O que madre sólo hay una. Ya, ¿quién no tiene un amigo que ha pasado por varias en busca de la madre definitiva?

Frases así de estupendas hay a montones, que circulan por el mundo con la etiqueta de verdades incuestionables mirando por encima del hombro a las demás, sin darse cuenta de que en este mundo no hay nada que sea verdad incuestionable. Ni siquiera la constante de gravitación universal tiene un valor exacto reconocido, de hecho, nos manejamos con una aproximación con la que vamos tirando.

Últimamente me ha dado por meterme con la frase la naturaleza es sabia, dudando cada vez más de que eso sea cierto. ¿Qué tiene de sabio la existencia del tritón pleurodeles waltl, sobre el que hablaré dentro de un momento? o por ejemplo, lo que está haciendo el virus Covid, tan natural él. Resulta que para sobrevivir a los ataques que estamos lanzando para combatirlo, muta en una nueva versión de sí mismo. Hasta aquí, buena estrategia, pero resulta que las nuevas cepas son más mortíferas, de modo que cuando ocupa un cuerpo humano en el que vivir, va y lo mata en nada de tiempo. Oh, qué listo, cuánta sabiduría, ¿no se ha dado cuenta de que con la muerte del cuerpo en el que se mete él también dejará de existir?

Pero sobre el virus ya he escrito un libro (1), hablemos ahora del tritón pleurodeles waltl, más conocido por el simpático nombre de gallipato. Este sabio animalito ha desarrollado una estrategia de defensa de lo más chocante. Cuando se ve amenazado, muy amenazado, ya en las fauces del predador que lo quiere engullir, sus costillas salen al exterior perforando su piel con la esperanza de clavarse en algún lugar del atacante. Las costillas secretan un veneno, que para tranquilidad de aquellos que quieran comerse un gallipato en vivo, no afecta a los humanos.

Poco más tengo que añadir sobre el gallipato, salvo que está en peligro de extinción. No me extraña, la verdad.


(1) La sonrisa escondida, escrito a pachas con mi amigo Javier Pioz.






MI WEB

domingo, 7 de febrero de 2021

Manías que se pierden.

 




Todos tenemos manías, que no es otra cosa que costumbres que no estamos dispuestos a abandonar así como así. Mis amigos más cercanos coinciden en que una de mis manías más detestables es que no me gusta alargar demasiado las veladas después de cenar y que más allá de las doce y media empiezo a revolverme incómodo en mi asiento buscando la manera de abandonarlo sin resultar excesivamente descortés. Mi ídolo en este sentido, y en otros más evidentes, es Neruda, que según cuentan, cuando reunía a sus amigos en su casa llegaba un momento en que se levantaba, se dirigía al mueble bar y se ponía una bebida en otra copa diferente a la que había estado usando hasta ese momento. Esa era la señal que todos conocían, sabían que esa copa era la última y que antes de que diera cuenta de ella, todos deberían despedirse educadamente agradeciendo el buen rato que habían pasado. 

No sé qué motivos tenía Neruda para no alargar las reuniones nocturnas, en mi caso es porque me gusta madrugar. Todos los días me levanto sobre las siete y media de la mañana, independientemente de que sea festivo o no, invierno o verano, haga frío o calor, o tenga tareas que hacer o se me presente un día de absoluta holganza. Es una manía, supongo, pero es así, me gusta madrugar y no estoy dispuesto a sacrificar un amanecer por un par de horas de trasnoche. Pero..., pero hace un par de meses más o menos, cambié sin darme cuenta mis horarios y en lugar de levantarme a las siete y media me levantaba a las ocho, ocho y media, incluso a veces seguía dormido hasta las nueve. El más sorprendido era yo. Lo curioso es que me levantaba tan tarde manteniendo mi hora de acostarme inmutable, que es siempre a las once, o antes. Después, una vez fuera de la cama, seguía con mi maravillosa rutina de prepararme un desayuno digno de un rey, con parsimonia, casi desesperante lentitud, poniéndome al corriente de las noticias y disfrutando del frescor que a esas horas aún se mantiene. 

Un pequeño cambio, nada importante. Pero se trata de un cambio que ha continuado. Después de las nueve de la mañana, empecé a levantarme a las diez, y luego a las once. Ya no podemos hablar de sorpresa, ahora era presa del estupor. ¿Yo, levantándome como una vieja actriz de Hollywood? Eso no podía ser, pero era, y lo peor de todo es que la cosa empeoró. Pasé a levantarme a las doce del mediodía y como mis desayunos seguían siendo pantagruélicos, retrasaba mi hora de la comida, que siempre se había mantenido a la una y media en punto. Otra manía.

Vaya plan, qué forma tan penosa de desperdiciar el día, pero ahí no acabó la cosa. Pronto cogí la costumbre de, una vez terminado el desayuno, volver a la cama. Solo un ratito, lo justo para leer un poco, pero a veces me ocurría que me quedaba con el libro caído sobre el pecho profundamente dormido. 

En seguida empecé a levantarme a las dos de la tarde, seguía desayunando como un animal, y naturalmente ya no comía, de modo que volvía a la cama después del desayuno a echarme la siesta. Me levantaba de la siesta sobre las cinco de la tarde, me duchaba, miraba por la ventana y poco más. 

No es difícil imaginar lo que vino después. Empecé a levantarme más tarde de las tres o las cuatro de la tarde, desayunaba como siempre, volvía a la cama, me ponía el despertador a las siete de la tarde para que me diera tiempo a preparar la cena, cenaba y volvía a la cama antes de las once. Leía como he hecho toda mi vida, hasta que el sueño me hacía repetir la lectura de un párrafo tres y cuatro veces, resistiéndome a abandonar el mundo consciente, y finalmente  me quedaba dormido como un tronco durante dieciséis horas, que enseguida pasaron a ser veinte. En ese punto, ya no me duchaba, simplemente me levantaba, me preparaba un desayuno cada vez menos copioso, volvía a la cama y ya, sin leer más allá de un par de frases, me quedaba dormido durante veintitrés horas. Solo estaba despierto el tiempo de prepararme el desayuno y comérmelo silenciosamente con la cabeza hundida en los hombros preguntándome qué me estaba pasando.

Desde hace una semana ya he dejado de desayunar, también de levantarme, ¿para qué? Hoy me he despertado hace media hora y sé que en cuanto termine la última línea de lo que estoy escribiendo, me quedaré de nuevo dormido.

Hasta mañana. Espero.