miércoles, 24 de julio de 2013

El lado oscuro






Todos tenemos un lado oscuro, una parte de nosotros que es políticamente incorrecta, por decirlo en términos sobados. Hasta la madre Teresa de Calcuta, con lo mucho que se dice de la bondad de su obra, tenía una parte menos santa de lo que suponemos, y ahí lo dejo para no meterme en un jardín de difícil salida. Hay tipos que su lado oscuro es muy evidente (por eso digo tipos y no personas), bien porque son incapaces de disimularlo, bien porque ocupa mucho más espacio que la parte buena, que también casi todos tenemos. O tenéis, no quiero arrogarme cualidades discutibles cuando tengo otras que son objetivamente indiscutibles (no soporto la modestia de cortesía y mucho menos la falsa modestia). Además, es precisamente de mi lado oscuro de lo que quiero hablar.
Me ha pasado ya muchas veces, hablando con amigos, notar cierta incomodidad en ellos después de manifestar yo mi opinión sobre un determinado asunto de actualidad. De la incomodidad pasan a ponerme a caer de un burro. Siempre se trata de temas en los que todo el mundo se ajusta a un patrón de ideología determinada, de modo que los progresistas unánimemente llevan la contraria a los conservadores. Es muy fácil pensar sin crear un conflicto pues basta con aplicar la opinión que se espera de uno. Imposible quedar mal con tus amigos de mayor afinidad. No es mi caso, pues como ya digo, de repente la suelto y todos me miran como si me acabaran de salir cuernos. Lo que me ha salido es mi lado oscuro.
Ahora se habla muchísimo de los recortes en el acceso a la reproducción asistida pública, que deja fuera a las mujeres no unidas en matrimonio con varón. Atentos, porque ahora la voy a soltar: por lo que a mi concierne, el sistema de sanidad pública no tendría que pagar ningún tratamiento de fertilidad a ninguna mujer, sea cristiana, mahometana, casada con santo varón, santa hembra,  o disfrute de alegre soltería. Luego añado: la que quiera tener hijos siendo estéril, que se costee ella los gastos.
Una vez que digo esto, mis amigos se irritan muchísimo y se pelean para ver quién es el primero en llevarme la contraria. Cuando poco a poco se desvanecen las voces, queda una frase rebotando entre todos los asistentes, que asienten entusiasmados: todas las mujeres tienen derecho a la maternidad. Y este es precisamente el punto de desacuerdo. Yo veo clarísimo que la maternidad no es ningún derecho. La maternidad es una posibilidad, una posibilidad que la naturaleza niega a muchas mujeres, pero insisto, no es un derecho. La salud, sí es un derecho, pero no lo es ser fecundo, como tampoco lo es ser alto o fornido. Además, los derechos han de ser indiscriminados y han de tenerlo tanto los hombres como las mujeres. ¿Qué pasa con un hombre soltero que quiera ser padre? ¿Cómo ayudamos entre todos a esa pobre criatura deseosa de reproducción? Personalmente no se me ocurre ninguna. Lo mismo me pasa en el caso de que sea mujer.
Además, todo el dinero que se gasta en tratamientos de reproducción asistida podía ir a cubrir los gastos de dentista, que eso afecta a la salud, y la salud sí es un derecho indiscutible.
Este lado oscuro mío, me va a dejar sin lectoras, lo se, pero cuando me sale, me sale.



sábado, 13 de julio de 2013

Desorden





Si yo fuera una persona ordenada empezaría hablando de la entropía, pero dado que ese no es el caso, lo dejaré para el final.
Mi mesa de trabajo, mejor dicho, mis mesas de trabajo, pues tengo dos (he llegado a tener tres,  con lo cual la confusión era aún mayor), son lo que cualquier madre diría, un auténtico desastre (por cierto, ¿es que no hay madres desordenadas en este mundo?). Pero claro, es un desastre sólo a los ojos del visitante, porque yo soy capaz de encontrar cualquier cosa que esté buscando, sin ningún problema y en décimas de segundo (esto es una mentira descomunal, pero funciona porque me lo he llegado a creer tanto que no dejo de repetirlo cada vez que se presenta la ocasión).
Cuando llego a mi despacho con un nuevo documento, carpeta, libro o lo que sea, lo coloco en alguno de los estratos de cosas que necesito para mi trabajo y a partir de ese momento adquiere sus propios sistemas de locomoción, de modo que se traslada inopinadamente de un lugar a otro por propia voluntad. Me lo imagino por la noche, cuando todo el mundo está dormido, saltando de la mesa del despacho a una repisa de la biblioteca para luego colarse en algún cajón remoto. Mis gatos se lo tienen que pasar fenomenal, no me extraña que estén toda la noche sin pegar ojo. También puede suceder que aparezcan cosas que jamás he dejado allí. He llegado a encontrarme una lata de aceite de mi moto en el archivador donde guardo los papeles de hacienda.
Mi primo, que es arquitecto por cuenta propia, me contaba que era muy difícil encontrar algo en su estudio, ya que al ser muy pequeño en seguida reinaba el desorden, por lo que decidió cambiarse a otro tres veces más grande. Ahora, me decía con lágrimas en los ojos, ha renunciado a trabajar, porque al ser tan grande, tardaría años en encontrar incluso una hormigonera que pusiera.
Sí, el desorden no tiene nada que ver con la superficie sobre la que se extiende, como si fuera una estructura fractal, todo lo que pongamos sobre ella. El desorden forma parte esencial de cada uno de nosotros, o no (hay personas extremadamente ordenadas, lo que no impide que también pierdan cosas vitales), de forma que es imposible cambiar.  Es como ser alto o bajo, no se trata de algo que podamos solucionar con el propósito de la enmienda. Y es, según  la conclusión a la que llegamos mi primo y yo, un fiel reflejo de nuestro cerebro. Las personas que tenemos un barullo monumental por fuera, es porque por dentro también están mezcladas las herramientas para podar cerezos con el odio a las comidas excesivamente condimentadas, por buscar un símil que probablemente confunda más que aclare, pero los desordenados somos así. Nosotros mismos nos entendemos y sabemos donde está cada cosa.
Por cierto, paso ya de hablar de la entropía.




jueves, 4 de julio de 2013

Por costumbre







No hay nada como la costumbre para dejar de apreciar algo. Hoy día estamos acostumbrados a todo y por eso nada nos satisface, hasta nos llega a cansar ser amados (el premio Nobel Hamsun decía que los seres humanos nos hartamos del amor porque no soportamos lo que se presenta en grandes porciones). En cambio, cuando teníamos la costumbre de no tener nada o lo que es lo mismo, no teníamos nada por costumbre, todo nos llenaba de gozo. Un niño, que aún no ha tenido tiempo a acostumbrarse a nada, todo le parece fantástico y cualquier cosa le hace una ilusión enorme… hasta… hasta que se acostumbra a ella.
Ahora están sucediendo cosas que son auténticas barbaridades, pero como son tantas, ya nos hemos acostumbrado, y la inevitable consecuencia es que hemos perdido el interés en ellas.
Ya nos da igual que fulanito (omito el nombre real de fulanito porque estoy tan acostumbrado a él que le he cogido manía) haya ganado vendiendo cuadros, treinta millones que justo el doble, sesenta. Y en directo, nada de diferido.
Ahora, tenemos constancia de que somos espiados en todo lo que hacemos, nuestras conversaciones, nuestros correos, nuestros paseos, nuestras aficiones… y no nos llama la atención. El otro día escuché a Obama diciendo que todo el mundo sabe que los espías existen, como diciendo ¿dónde está la sorpresa, imbécil? y que debemos saber que los espías lo que hacen es espiar. Pues es verdad y más vale que nos acostumbremos.
Y el pobre Evo Morales, sin tener un rinconcito donde aterrizar, incluso Francia, Italia y Portugal le negaron el permiso para sobrevolar su espacio aéreo (no se lo fuera a contaminar con ponchos), por si llevaba escondido al exagente Snowden. Si no llega a parar en Canarias, se hubiera caído en el mar, digo yo. Pero claro, estamos acostumbrados a guardar las formas solo con presidentes altos, con traje impecable y sobre todo que tengan mucho poder, y Morales por muy presidente que sea, no acojona a nadie. Los hay en cambio que te dicen: como des asilo político a mi espía chivato, te vas a enterar; y todo el mundo a obedecer. Y como de costumbre, sin rechistar.
Y para terminar haciendo un bucle, que tanto me gusta, Obama, igual que Hamsun, citado al principio, también recibió el premio Nobel. Uno por su obra literaria y el otro por haber ganado unas elecciones. ¿No deberían haberle exigido algo más?