miércoles, 31 de octubre de 2018

El Dr. Luna




Lo prometido es deuda y aquí está el cuento de Halloween, pero casi no puedo cumplir con mi palabra. Resulta que el cuento que tenía escrito, misteriosamente, desapareció esta tarde de mi ordenador. ¡Eso sí que es una historia de auténtico terror! Pero mi sangre fría me ha salvado una vez más de la catástrofe y tras estar a punto de suicidarme, me he acordado de que tenía un cuento escrito hace tiempo que podía servir. Espero no equivocarme y que sirva.

Que os guste.









El Dr.  Luna daba clases de antropología y gozaba entre sus alumnos de merecida fama de excéntrico. En cierta ocasión se hizo taladrar el tabique nasal y durante un tiempo llevó un hueso de pollo que le cruzaba la nariz de lado a lado. Lo ideal es que el hueso hubiera pertenecido a un enemigo, decía. Pero lamentablemente no tenía ninguno merecedor de robarle un hueso, de modo que tuvo que conformarse con lo que tenía a mano.

Vivía solo en un pequeño apartamento frente al campus, y su falta de vida social le sumergía aún más en sus extravagancias. Sus rutinas tampoco eran muy convencionales; por las mañanas, nada más levantarse, cosa que hacía a horas extraordinariamente tempranas, salía desnudo a su balcón y se quedaba cerca de media hora contemplando los árboles, los setos, la pradera, y si descubría alguna ardilla o cualquier otro animal, lo miraba fijamente sin mover un solo músculo. Más que mirar, acechaba. La forma que tenía de manifestar ciertos temores, también era peculiar, como le ocurría cada vez que había tormenta, que se escondía temblando debajo de su cama. A veces coincidía con su perro que le pasaba exactamente lo mismo.

Su relación con los otros profesores era la mínima exigida, y con sus alumnos, distante. Si tenía que corregir a algún estudiante, porque consideraba que no se esforzaba lo suficiente, hacía notar su malestar con roncos gruñidos y desconcertantes aspavientos con los brazos. Pese a todo lo dicho, tenía fama de profesor justo, y su prestigio como antropólogo quedaba avalado por las numerosas publicaciones que aparecían con su firma en las revistas especializadas. 
Así era el Dr. Luna: un talento en Antropología, tanto estudiando otras culturas, como en el caso de que el estudiado fuera él.  

Un día, jueves como hoy, el Dr. Luna despertó con una extraña sensación que no sabía identificar. Se notaba “raro”, lo que en su caso era muy de tener en cuenta. Se levantó una hora antes de lo habitual, por lo que estuvo una hora más acechando a los animales del parque desde su balcón. No se afeitó, se lavó someramente, desayunó con voracidad desprovista de buenas maneras, y se fue precipitadamente a su trabajo. Entró en su despacho sin saludar al bedel, cerró la puerta tras de sí rápidamente y con movimientos automáticos se dirigió a su librería. Abrió con una llave un compartimento secreto y sacó un libro en edición de bolsillo que en la portada mostraba una joven rubia de ojos soñadores enmarcada por un corazón rojo. A lo largo de la mañana se leyó los cuatro primeros números de la colección “No hay rosas sin espinas”, que lo calmaron menos de lo que él esperaba. La novela rosa era su debilidad y la utilizaba como terapia cuando sentía que iba a tener un acceso de irritabilidad incontrolado.

A la una en punto entró en el aula para dar su clase habitual. Los Yanomami y otros pueblos de La Amazonia profunda fueron diseccionados con el habitual magisterio del Dr. Luna, que a pesar de que estaba pasando un mal momento, volvió a deslumbrar a todos con su verbo cálido y envolvente.
    -… y esto, queridos aspirantes a chacineros de la naturaleza humana, demuestra una vez más que la moral dimana de una norma de conducta colectivamente  aceptada; entonces, si lo reprobable aquí, puede ser elogiado en otro rincón del mundo ¿cómo discernir lo bueno de lo malo, cuando estos términos son absolutamente subjetivos para cada grupo humano, y por tanto intercambiables, según dónde y cuándo estemos? ¿eh? 
El Dr. Luna tenía la coletilla de decir “¿eh?” al final del 90% de las frases.
    -¿No se ha creado para eso, la ética, profesor? –preguntó el empollón de la clase- ¿Para salir de las estrecheces de una moral cultural?
    -La gran diferencia entre la moral y la ética es que la primera se aplica de manera automática y para aplicar la segunda hay que pensar.
    -Ya, ¿pero quién establece las normas de esa ética de valores absolutos? –intervino de nuevo el empollón- Porque será inevitable que se haga según un patrón más cercano a una moral que a otras, ¿eh?
El Dr. Luna ignoró a su alumno.
    -¿Han pensado ustedes –continuó desde su estrado- que el asesinato puede ser considerado como algo bueno, y ¿por qué no? recomendable  desde un montón de puntos de vista, a pesar de que nuestras leyes lo castiguen dentro de nuestra sociedad civilizada? ¿eh? Piénsenlo y saquen sus propias conclusiones, debátanlas entres ustedes mismos, y si llegan a una unanimidad de criterio me lo hacen saber. En caso contrario no se molesten en venir a verme  buscando mi respuesta, porque no se la daré –hizo una pequeña pausa antes de concluir-. Caballeros, ya se pueden marchar.  Hoy la clase acaba doce minutos antes porque a mí me da la gana, ¿eh?
Después de cerrar sus carpetas, todos se levantaron al mismo tiempo provocando un acompasado ruido de sillas y mesas arrastradas, que marcaba el principio de una tarde libre.

El Dr. Luna llegó a su casa un poco antes de media noche. Se encontraba muy alterado; ni siquiera le hizo ningún efecto “Amores Amargos” que se lo leyó antes de salir de su despacho con la esperanza de que le relajara un poco. Subió las escaleras apresuradamente, cerró la puerta con cerrojo, empezó a bajar todas las persianas, pero se entretuvo con la del balcón, su viejo balcón. En ese momento, la luz de la luna inundó la habitación y un resplandor recorrió su cuerpo electrificándolo. Se sintió atravesado por el rayo de luna como si fuera un trozo de mantequilla hendido por un alambre al rojo vivo. Su cuerpo se arqueó en una postura felina, cayó babeante sobre la alfombra, y al intentar incorporarse se dio un porrazo terrible contra la esquina de la mesa del salón. Aulló de dolor, y su aullido fue tan auténtico que le salieron pelos en el dorso de la mano. El sonido a huesos rotos y articulaciones desplazadas se oía con estremecedora claridad: su cuerpo se estaba transformando y sonaban los ajustes como un viejo barco de madera sacudido por una fuerte tormenta. Su mandíbula creció quince centímetros por delante de su cara y unos ojos nuevos, amarillos, intensos, dirigieron la mirada hacia el balcón. Miraron más allá, hacia el parque, buscando algo con lo que mostrarse implacable, y en seguida detectaron movimiento tras unos setos de boj. Sin darse tiempo a sí mismo, el Dr. Luna, o lo que había sido hasta ahora el Dr. Luna, saltó a través del balcón y cayó sobre la acera a cuatro patas. Ya no tenía manos. Con una rapidez inverosímil corrió hacia el seto de boj y saltó sobre su víctima, que se llevó un susto de muerte. La luna llena, en lo alto de un cielo particularmente oscuro, destacaba en su plenitud inundando el parque de luz plateada. Las ramas de los árboles se agitaban como si trataran de escapar de la escena. El ambiente en ese instante era de auténtico terror. Claro, que para terror el que sintió la víctima, cuando vio que una parte importante de su hombro derecho colgaba de unas afiladas garras.
    -¡Qué bruto, pero qué bruto! –logró balbucear el desdichado mientras lo mejor de su nariz era arrancado de una certera dentellada- ¡Ala, y aoa la ariz!
El transfigurado Dr. Luna siguió furibundo, mordiendo, arañando, desmembrando… hasta que súbitamente se detuvo paralizado por algún freno invisible. Algo tan poderoso como aquello que lo hizo actuar de forma asesina, intervino para calmarlo e impedir que siguiera con una violencia que parecía ilimitada. Poco a poco fue recobrando su forma natural y la consciencia vino a él paulatinamente, hasta que ya no quedaba rastro de la transformación. Volvía a ser el extravagante y despistado antropólogo de aspecto inofensivo. Sin recordar nada, preguntó amablemente al amasijo de carne sanguinolenta que tenía delante de él y que no paraba de temblar:
    -Pero por favor, ¿qué le ha pasado a usted? , está como si le hubiera atacado un oso ¿eh?
    -í; e verdá.
    -Ande, ande… no puede irse así a su casa. Permítame que le ayude ¿eh?
    -E uté muy amable.
    -Faltaría más. Mire yo vivo aquí al lado, si viene conmigo le puedo curar. Tengo algunos conocimientos de medicina.
     -Uchas graias. No engo ni iea de lo que ha paao.
    -Cualquiera sabe. Cada vez hay menos seguridad… -dijo el Dr. Luna al tiempo que colocaba bien el nudo de la corbata del sufrido hombrecillo.
Luego lo ayudó a subir a su apartamento para curarlo.

Mientras tanto, arriba, en el oscuro cielo, se acababa de completar el eclipse de luna, que duraría exactamente cuatros minutos  y veinte segundos. Pasado ese tiempo, la luna volvería a mostrarse en toda su plenitud.










martes, 30 de octubre de 2018

El viejo Jack








Alexander Kiossev, búlgaro él y además profesor de la Universidad de Sofía, ha escrito un artículo que vete a saber por qué extrañas razones, ha llegado a mis manos. El artículo se titula Cultural aspects of the modernisation process, y resulta de lo más interesante, pues aunque está escrito para la sociedad búlgara, es aplicable actualmente a cualquier otro país. Habla de la autocolonización de la cultura, es decir, de la invasión de otras culturas con nuestro total consentimiento. Una cosa es conquistar América llevando a la fuerza una religión y un modelo de sociedad, y otra muy diferente abrir un Starbuck un lunes, y el martes ver que está lleno de paisanos tomándose unos tanganazos de café  con medio litro de leche colmados de vainilla, canela y chispitas de caramelo, como si fuera chocolate con picatostes. La autocolonización de la cultura se refiere pues, a esta permisión, mejor dicho, búsqueda, de costumbres culturales foráneas. Lo digo sin dolor, es decir, me parece estupendo importar costumbres, fiestas o tradiciones de otros lugares, siempre que las costumbres adoptadas lo merezcan. Éste es el caso de Halloween. Se trata de una simpática fiesta que ayuda a desmitificar la muerte y que es muchísimo más divertida que nuestro tradicional Día de Difuntos, que hasta el nombre da cosa. Mañana toca celebrarlo  y no he   podido resistir al tentación de escribir un cuento para la ocasión, pero me he liado y he terminado por interesarme en por qué se ponen calabazas con velas dentro. Que tengan la expresión de simpáticas calaveras, es obvio, pero ¿por qué calabazas?

¿POR QUÉ CALABAZAS EN HALLOWEEN?

Lo fácil es suponer que son farolillos para guiar a las ánimas  en pena. Vale, pero vamos a ver cómo llegamos hasta ese punto. Sabemos que Halloween es una costumbre celta que llevaron los irlandeses a Estados Unidos, y que  según la tradición, los celtas utilizaban nabos vaciados que llenaban con carbones al rojo, o velas, para conducir a los espíritus. Luego viene lo fácil, los irlandeses llegan a Estados Unidos con sus nabos, pero un año que fue especialmente bueno en la cosecha de calabazas, suplantan los unos por las otras y dado que resulta mucho más vistosa una buena calabaza que un nabo, pues ya queda establecida for ever la cucurbita pepo. Es más grande, cabe mejor una vela en su interior y encima se puede decorar con caras desdentadas y ojos de malísimo. No se le puede pedir más a la vida, ni a la muerte. Pero la historia tiene un origen la mar de simpático y es la siguiente.

LA HISTORIA DE JACK O’LANTERN

Este tipo, Jack O’Lantern, el viejo Jack, además de borracho, ruin y malvado, era la mar de astuto. Tanto que engañó al mismísimo diablo y un día en que se le apareció para llevárselo con él al infierno, consiguió convencerlo de que le dejara tomar el último trago. Para poder pagar en la taberna una pinta de cerveza Guines necesitaba dinero y el diablo, por complacerlo, se convirtió en monedas, con lo que dejaba claro que sería muy diablo, pero tonto, hasta la nausea. Una vez que el diablo, convertido en un par de chelines, estaba en el bolsillo del viejo Jack, éste metió astutamente una cruz de madera  y lo atrapó, obligándolo a jurar que le daría diez años más de vida a cambio de liberarlo. El diablo, que como ya ha quedado claro, era un infeliz, no tuvo más remedio que aceptar el chantaje. Pero diez años no son nada, menos para el demonio, por lo que una vez pasado ese tiempo, volvió a aparecérsele reclamando su alma. En esta ocasión, Jack le pidió que subiera a lo alto de un árbol para que le cogiera una manzana como último deseo, y el diablo, el pobre diablo, una vez más demostró lo tonto que era y se subió al árbol. Mientras subía, Jack talló una cruz en la corteza del manzano y ¡ay!, el diablo quedó de nuevo atrapado, que es que hay que ser imbécil. En esta ocasión, el viejo Jack, crecido por la victoria exigió para su liberación que se olvidara de su alma para siempre. También fue aceptada esta condición, de modo que cuando Jack muere va al cielo. Y ahora viene lo bueno, resulta que en el cielo no tardan demasiado tiempo en darse cuenta de  que Jack es un depravado pecador y lo ponen de patitas en la calle, indicándole sutilmente la salida con una espada flamígera. A Jack no le queda más remedio que ir al infierno para pasar allí la eternidad, pero el diablo le recuerda que según el trato al que llegaron el día de la manzana, jamás  se haría cargo de su alma, y furioso lo echa del infierno arrojándole unas brasas que arderían eternamente. El viejo Jack, sin un lugar donde alojar su alma podrida, coge las brasas y las introduce en un nabo para alumbrar su deambular por los infinitos caminos de la tierra. ¿Por qué un nabo? Eso es algo que todos nos seguimos preguntando. ¿Qué ventajas ofrece un nabo a la hora de hacer un farolillo? Lo veo, incluso, inapropiado para tal uso. Está claro que el viejo Jack se conformaba con lo primero que tenía a mano para hacer faroles; en cualquier caso aún se le ve en la noche de Halloween precedido de su nabo luminiscente.
Hay otra versión mucho más absurda, de modo que me quedo con ésta.

Como dato curioso, hay granjeros que dedican el año entero a cultivar calabazas gigantes para conseguir batir el record. Se han llegado a pesar calabazas que pasan los 1.000 kilos. Pobre Jack, si tuviera que cargar con una de éstas.



Y ahora viene el cuento prometido de Halloween. Bueno, ahora no, que se ha hecho muy tarde, lo pondré mañana.

Disfrutad mientras podáis. Mañana nos vemos en la fiesta de todos los muertos y recordad cuando veáis una calabaza iluminada con expresión de terror, que detrás puede estar el viejo Jack.






viernes, 26 de octubre de 2018

Conocerse a uno mismo












Según hablo me miro los calcetines grises que asoman bajo mis pantalones. Mantengo las piernas estiradas a lo largo del diván procurando relajarme. No me siento nada cómodo; lejos de proporcionarme confort, estar tumbado hace que me sienta fuera de lugar. ¿De dónde vendrá la manía que tienen todos los psiquiatras de obligar a sus pacientes a acostarse para atenderlos? Supongamos que esa misma costumbre se extendiera, por ejemplo, entre las notarías, sería igual de absurdo. No cabe imaginar al gerente de un banco y a su cliente tumbados en un diván, mientras un notario, sentado seriamente en su silla detrás de ellos, les lee un contrato aparentando que todo es de lo más normal. Pues es lo mismo.
Mi psiquiatra no me está leyendo ningún contrato, pero la cartilla, a base de bien. Menuda bronca.
    -Aunque sea doloroso tienes que hacer un esfuerzo. Tienes que aceptarte tal cómo eres.
    -Si usted fuera igual de asqueroso que soy yo, se daría cuenta de que la mejor opción es fingir. Prefiero pensar que soy de otra forma, pues de la que soy, resulto inaceptable.
    -Eso es autoengaño.
    -Tengo mis motivos para autoengañarme –contesto procurando que no suene demasiado cínico-. No me aguanto tal como soy. Usted mismo me ha descrito perfectamente después de analizar mi personalidad y como puede ver no soy precisamente un cúmulo de cualidades.
    -Cada uno es como es.
    -En efecto, y yo además de ser un cerdo manipulador, soy de los que prefieren pensar que soy estupendo, de modo que me autoengaño. No puedo renunciar, según su propias palabras, a mi propia naturaleza y mi propia naturaleza me dicta que tengo que autoengañarme.
No veo la cara del psiquiatra por esta maldita manía de disponer el escenario de la consulta como ya he descrito anteriormente, pero puedo adivinar su expresión.
    -Si no te conoces a ti mismo y asumes cómo eres –insiste el psiquiatra como un mantra-, nunca podrás corregir las partes que tienes malas. Puedes mejorar como persona si detectas tus puntos débiles y pones remedio para cambiar.
    -Le repito que ya he detectado mis puntos débiles, ya sé cómo soy, un mentiroso y manipulador entre otras cosas, y que en función de esa esencia que me distingue como persona, no pienso hacer nada para remediarlo. Si lo hiciera, dejaría de ser el ser repugnante que soy.
Silencio ominoso. Mi vista se vuelve a centrar en mis calcetines. Grises. ¿Por qué elijo calcetines grises siempre que vengo a ver a mi psiquiatra? Quizá ese pequeño detalle haga que su juicio sobre mí esté equivocado. Todos mis calcetines, salvo estos grises, son de un colorido casi exagerado.
    -O cambias, o morirás siendo un tipo realmente asqueroso y despreciado por todo el mundo -sentencia mi psiquiatra-. Nadie te querrá tener a su lado. Tú eliges.
No digo nada. Eso sí me ha hecho mella. Podré ser un mentiroso, un manipulador, un tipo de lo más desaconsejable en todos los sentidos, pero necesito tener siempre a alguien a mi lado. No soporto la idea de ser despreciado por todo el mundo. Cambio, cambio, pienso para mis adentros.
Asiento tímidamente con la cabeza en gesto de aceptación de la sentencia y acatamiento del mandato. Supongo que él desde atrás percibe mi claudicación. Cambiaré, me digo a mí mismo con con todas mis fuerzas, ahora mismo voy a cambiar.
Se mantiene un silencio que finalmente lo rompe el ruido de la alarma de su reloj. Me ha salvado justo la campana, como se dice vulgarmente. Yo ya he cambiado.
Miro sus calcetines grises; sé que en el fondo le gustan los de colores. Me levanto de mi silla con decisión. El muy imbécil sigue tumbado en el diván preguntándose qué hace ahí. Ni me molesto en curiosear el cuaderno de notas que tengo en mi mano, además no entiendo la letra. La típica letra de médico.







domingo, 14 de octubre de 2018

Zona de confort







Últimamente se está poniendo de moda entre mis amigos echarme broncas. Que conste que me importa tanto como que se pongan de acuerdo en regalarme corbatas, tanto caso voy a hacer a las unas como a las otras. Lo misterioso del asunto es que todos encuentran el mismo motivo sobre el que abroncarme. Siguiendo con el símil anterior es como si cada uno me regalara la misma corbata verde con topitos amarillos sin ninguna variación entre una y otra. Un tedio.
Mi sensación es que quedaron para cenar un día en que yo no podía asistir, o lo más probable, que organizaran la cena sin ninguna intención de invitarme, y a los postres, después de hablar de lo mal que está el mundo hablaran de lo mal que estoy yo y como son amigos míos, decidieran advertirme del peligro en que unánimemente me veían. Muy de agradecer, sin ninguna duda, pero una pérdida de tiempo, pues el motivo de la bronca es inaceptable. Me echan en cara, y ahora viene lo bueno, que no salgo de “mi zona de confort”. Para empezar, ¿qué tiene de malo encontrarse a gusto? ¿Dónde radica exactamente el error de que alguien esté en “su zona de confort”?  Yo creo que esto se debe a nuestra educación judeocristiana donde el dolor es el premio, el sacrificio el medio y el gozo un pecado. Pero no soy el único al que sus amigos le aconsejan que salga de su “zona de confort”, ahora es toda una moda; vaya manía más tonta. Porque vamos a ver, ¿qué significa que tienes que salir de tu “zona de confort”? La cosa no está nada clara, yo me imagino que es como si a un guitarrista le dijeran: vale, esos punteos son gloria bendita, pero lo que tienes que hacer es tocar el oboe. Ya pero es que yo no tengo ni idea de tocar el oboe, diría el guitarrista, a lo que enseguida sus amigos le replicarían, pues así no vas a progresar, mientras no salgas de tu zona de confort, que es tocar la guitarra, no vas a conseguir nada en este mundo. Y si el guitarrista carece de la suficiente fuerza de carácter, dejaría su guitarra, con la que se encuentra la mar de bien y empezaría a tocar el oboe hasta que sus labios tumefactos le recordaran que efectivamente ya no está en “su zona de confort”. Luego los amigos que le aconsejaron lo que tenían que hacer, cuando le vieran hecho un desgraciado con los morros como el culo de una mona, comentarían entre ellos: “bueno, al menos lo hemos intentado”.