domingo, 26 de febrero de 2017

Salas de espera







Esta mañana me he acordado de las salas de espera. Siempre que quedo con alguien y se retrasa, lo cual sucede el 100% de los casos, no conozco a nadie puntual, hago lo mismo, saco mi móvil y para entretenerme mientras llega y de paso aprovechar el tiempo, miro la BBC o cualquier canal de noticias. Entonces es cuando me ha venido a la cabeza las salas de espera. Hace mucho que no estoy en una, y no es que las eche de menos, en realidad son un coñazo, pero tienen algo que hace que las recuerde sin odio a pesar de que por su propia naturaleza implican algo que detesto: esperar.

Antes de quedarme mondo acudía con irregular frecuencia a la peluquería y como es natural coincidía con otros paisanos que habían tenido la misma idea de modo que siempre tenía que esperar, nunca más de 15 minutos, a ser atendido. Aquella sala de espera la nutríamos vecinos del barrio que ya nos conocíamos de vista y por supuesto, todos éramos conocidos por los dos peluqueros que tanto se ocupaban de las barbas y melenas de sus clientes como de mantener un debate vivo entre todos ellos. Estaba prohibido hablar de política y meterse con el Real Madrid, todo lo demás era tratado con sesuda filosofía y profundo conocimiento. Para mi asombro uno de los peluqueros era un entusiasta de la escultura y podía darte una conferencia mientras te recortaba las patillas, sobre los misterios paganos del renacimiento o la exploración del espacio a través de la desmaterialización en la escultura moderna. Es que uno de mis clientes, me dijo un día, es nada menos que Manuel Valdés. Yo no tenía ni idea de quién era el buen señor hasta que me lo explicó mi peluquero. Cuando me enteré de que Valdés era el autor de las Meninas, una obra monumental de siete metros de altura que han colocado alevosamente en una plaza de Alcobendas, dejé de ir a cortarme el pelo. No soporto nada que reproduzca o haga alusión a las meninas, menos si tiene siete metros de altura y ocupa toda una rotonda.
Como castigo me quedé calvo a los pocos días.

En los dentistas también hay salas de espera, pero son completamente diferentes, no tiene nada que ver el ambiente desenfadado que hay en una peluquería con el tétrico esperar a un sacamuelas. Allí nadie habla, si siquiera nos miramos unos a otros, cada cual trata de desaparecer del mundo sin conseguirlo ninguno.

Un punto intermedio está en las consultas de los médicos, donde aunque no se produzcan conversaciones espontáneas, al menos se escucha un cruzar de piernas, un carraspeo… hay vivos esperando. Pero en todos los casos, y este es el punto al que quería llegar, ya nadie hace caso de las revistas, siempre del corazón, que aún se pueden ver medio deshojadas sobre las mesitas de las salas de espera. De hecho, todos los ejemplares que se mantienen son antiquísimos, algunos en portada muestran la boda de gente que lleva años divorciada. Ahora, todo el mundo nada más llegar al médico, dentista, peluquero o notario, hace lo mismo: se sienta, se cruza de piernas y saca su teléfono móvil, algunos para consultar las noticias, pero la mayoría para atender los cientos de guasaps atrasados de los últimos veinte minutos.

Las salas de espera ya no son lo que eran, ahora nadie las distinguiría del salón de su propia casa, ni del autóbús, ni de un vagón del metro, ni de un restaurante, ni de una bar...

Por cierto, si estás leyendo este artiblog mientras estás esperando lo que sea, cuentas con mi amor eterno, mi amistad incondicional y mi sincera gratitud.












jueves, 23 de febrero de 2017

La magdalena de Proust







El niño hizo su gesto habitual antes de empezar a escribir en su cuaderno escolar: pasó su manita varias veces por la superficie del papel como si estuviera espantando moscas y a continuación, con la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo, casi tocándolo con la oreja, comenzó con una caligrafía redonda y ordenada a escribir un cuento. De vez en cuando se paraba, miraba al techo con el lápiz en la boca, se rascaba una oreja y de nuevo, como si hubiera saltado algún resorte oculto en el duodeno, se lanzaba a escribir con inusitada velocidad, esta vez sin cuidar el trazo de cada letra pues era más fuerte la necesidad de atrapar con palabras la idea que se le acababa de ocurrir que la pulcritud en la escritura.
Al final, satisfecho, echaba su cuerpecito hacia atrás y leía todo lo que había puesto en el cuaderno. Una oleada de felicidad iluminaba su cara traviesa imaginando ser el protagonista de la historia que se acababa de inventar.


Muchos años más tarde recordaría este momento y sin darse cuenta repitió el mismo gesto inicial sobre el teclado del ordenador. Se acordó de aquel niño y sintió su desaparición como si la afilada espada del tiempo acabara de rebanarle la cabeza. Entonces miró hacia abajo y la vio rodando a sus pies.





martes, 14 de febrero de 2017

Amor para toda la vida








Hablar de pérdida era incorrecto pues no dejaba de tenerla muy dentro de él. No pasaba un solo día sin pensar en ella, aún, después de tanto tiempo. La seguía amando con todas sus fuerzas a pesar de todos los pesares y pesares había muchos. En cualquier sitio, fuera por donde fuera, siempre encontraba algo que inmediatamente le recordaba a ella. Si se trataba de un lugar en el que ya habían estado juntos, el dolor de su ausencia lo sentía cómo un miembro amputado, y si era la primera vez que pasaba por allí, se imaginaba que la tenía a su lado, descubriéndolo juntos, y la tortura también se hacía insoportable.

Se sentía atrapado en una celda ínfima sin lugares a donde ir, y si el espacio había desaparecido, el tiempo no digamos. Cualquier cosa que hiciera le trasladaba a otros momentos, a los días en que habían compartido todo. No existía futuro solo estaba presente el pasado.

Jamás se acostumbraría a ser la mitad de lo que había sido.
Ahora, una vez más, estaba despierto en una noche enemiga y eterna en la que añoraba no solo los placeres de su cuerpo, sino también los que de forma continua le había proporcionado su alma. Echaba de menos sus constantes lecciones de vida, su forma de encarar los problemas y su optimismo constante. Ella era una sonrisa abierta al universo.
En la soledad de la noche volvía a transitar con el recuerdo por los sensuales caminos que habían recorrido en sus más atrevidas locuras, añoraba las poesías que juntos habían escrito con la lengua, frases hechas de besos duraderos e inolvidables. De todos los lugares que había visitado, los más hermosos estaban en el cuerpo de ella, de su amada, su desaparecida, su mujer, la mujer de su vida...  ahora su recuerdo.

No hubo un solo día en todos los años que habían pasado desde que lo dejó tirado como a una colilla que no pensara que iban a volver a estar juntos. Siempre tuvo la esperanza de que en algún momento ella aparecería de nuevo ante él, vestida con un velo de seda blanco, transparente, mínimo, sonriendo con sus tentadores labios que eran como solomillos en su recuerdo, y que extendiendo sus brazos largos y pálidos le diría: “qué tonto eres, cariño mío, cómo te has podido creer que iba a dejarte. Esto solo ha sido una broma”.
Claro que una broma que se mantenía durante tanto tiempo era demasiada broma, incluso para ella, que tenía un finísimo sentido del humor. Aún así, él seguía esperando ese momento, ya sabemos que el amor crea ilusiones que engañan a los más listos, imagínate a los más tontos.
Pero los días pasaban y esa posibilidad cada vez la veía más lejana. Sí.

Hasta que hoy, porque esta historia es en tiempo real para mayor dramatismo, hasta que hoy, decía, 14 de febrero, día de san Valentín, por fin él se ha dado por vencido. Esta mañana me ha llamado angustiado, con un nudo en la garganta y me ha dicho que se rendía, que abandonaba la batalla y que la daba  por perdida. Yo me asusté pensando que haría una locura, pero en seguida me tranquilizó. Simplemente ya no volvería a malgastar un solo día más pensando en ella, me dijo, y todo lo que iba a hacer era escribirla una carta breve, sentida, sin rencores ni victimismos, una carta de despedida deseándole lo mejor. Pero ¿cómo se despide uno de la mujer de su vida? ¿cómo dices adiós a tu amor verdadero?, le pregunté yo. Me las apañaré, me contestó, simplemente tienes que evitar que las lágrimas caigan sobre el teclado del ordenador porque hacen mayores estropicios que la cocacola, imagínate. Fue todo lo que me dijo.

Yo me compadecí de él. Una víctima del amor siempre da pena, incluso a veces un poquito de asco, pero esta es la historia más triste de las que he sido testigo nunca. Lo conozco desde hace mucho tiempo; a los dos, también la conozco a ella. No me cabe la menor duda de que sigue enamorado de su mujer, más enamorado que nunca si vamos a eso. 
Hace apenas una hora me ha vuelto a llamar.
    -Tengo dos grandes dudas –me ha dicho trémulamente.
    -Intentaré ayudarte –Le he dicho con voz de abuela. En general soy comprensivo, más aún con un amigo que sufre, y cuando soy comprensivo se me pone voz de abuela.
    -¿Cómo encabezo la carta? ¿querida, amada, eterna flor de mis días…?
Medité unos instantes antes de contestar.
    -Simplemente pon su nombre y a continuación escribe lo que te dicte el corazón.
    -Ahí está la otra duda. No me acuerdo de cómo se llama. ¿me lo puedes decir, por favor?
Me quedé mudo sin saber qué responder, ¿no se acordaba de su nombre?
    -¿Paloma?¿Marta?¿Laura? –mi amigo recitaba nombres al buen tuntún por si uno repentinamente le sonaba más que los otros- ¡Ya lo tengo, no te preocupes! Pongo María que es el nombre con el que más probabilidades tengo de acertar, ¿no te parece?


Después escuché cómo colgaba el teléfono. En vano grité el nombre de su eterna amada; no llegó a escucharme.








sábado, 11 de febrero de 2017

Llueve tras los cristales







Aquí, en mi casa, observando cómo el cielo se desmenuza en enormes gotas de agua, me da por pensar en cómo nos desmenuzamos las personas. Nos disolvemos en el tiempo como si fuéramos azucarillos en un vaso de leche caliente, así, sin darnos cuenta. A medida que nos hacemos mayores perdemos corporeidad, pero como seguimos existiendo, eso significa que cada vez nos hacemos más fantasmas.
Esto, dicho así, no lo entiendo ni yo, de modo que lo voy a explicar con un ejemplo inventado: Esta mañana he estado en la playa jugando al balón con un vendedor de ostras. Pues bien, mientras jugaba al balón con el vendedor de ostras, yo era corpóreo al 100%, pero cuando dentro de un tiempo recuerde la mañana de hoy, tanto el vendedor de ostras como el balón como yo mismo seremos fantasmas. Y claro, en nuestra vida cada vez hay más fantasmas. Ahora ya está claro, ¿no?
El truco está en intentar que los fantasmas siempre sean estupendos, lo que no impedirá en modo alguno que nos entristezca contemplarlos. A los que no nos dan miedo los fantasmas, a cambio nos dan un poquito de lástima. Cualquier recuerdo, incluso los mejores, te dejan un poso de tristeza. Yo, cuando quiero llorar, todo lo que tengo que hacer es ponerme a recordar mi pasado y curiosamente cuanto mas felices sean los momentos evocados, más lloro. Se ve que es un pasado de llorar, pero no me quiero engañar, todos los son, al menos cuando no para de llover. Sin embargo eso no le ocurre al futuro; en el futuro no hay ni un solo fantasma, de modo que no podemos encontrar nada que nos entristezca. Eso sí, hay que tomar la precaución de que en el futuro sigamos siendo corpóreos, tenemos que asegurar que seguiremos pasando mañanas en la playa jugando al balón con algún vendedor de ostras. Gran parte de las personas que he conocido, antes de morir ya  se habían convertido en fantasmas porque ya no tenían ganas o posibilidad de materializarse. Eso es terrible, es lo peor que le puede pasar a alguien que esté vivo. Hay que evitarlo a toda costa y seguir siendo corpóreos.


Busquemos un vendedor de ostras, comprémosnos un balón y vayamos a jugar a la playa, una mañana de vez en cuando.






lunes, 6 de febrero de 2017

Argumentos no válidos








Por la autoridad que me confiere haber seguido hace tiempo un curso sobre el método científico y haber entendido gran parte de su contenido (era en inglés, no creáis que el vacío se debía a otras causas también posibles), estoy en condiciones, yo diría que de forma colegiada, para distinguir si un argumento se ajusta a lo que de forma objetiva se llama “de rigor científico” o se trata de cualquier otra consideración (demagogia, manipulación deliberada, manipulación inconsciente, pistas falsas, obcecación, a mí no me baja de la burra ni mi abuela…).

En este caso voy a hablar de un asunto irritantemente repetido en diferentes foros y siempre con el mismo efecto de suscitar la discusión, normalmente apasionada, entre dos posturas enfrentadas sin que ninguno de los bandos contendientes escuche al oponente y desde luego, sin llegar a ningún acuerdo en la totalidad de los casos.
Me parece obvio decir que es imprescindible mi intervención como ecuánime mediador.

Punto de partida o frase desencadenante:

“En vez de tanta atención a los animales y defender sus derechos, deberían fijarse más en las personas y los niños que pasan hambre”

Si alguien pronuncia esta frase al final de una cena entre varios amigos, puede dar por seguro que  el postre permanecerá intacto en sus platos durante horas. Inmediatamente todo el mundo empezará a gritar qué es lo que piensa sobre esa frase trampa, sin importarle el destino de los canutillos de crema que con tanto cariño alguien se ha molestado en comprar congelados. Cada cual, después de decantarse claramente por uno de los “dos bandos posibles”, expondrá su experiencia personal ilustrándolo con ejemplos que a nadie importa. Eso en la primera fase. En la siguiente, alguien dará un palmetazo en la mesa y dará a conocer su punto de vista a voz en grito y lo proclamará como único y verdadero, y a partir de aquí se puede esperar ya cualquier cosa.

Error, gran error. Todos han caído en la equivocación de considerar a la frase desencadenante como si fuera una hipótesis sobre la que cabe discutir su veracidad, debatir si es moralmente aceptable o no, aportando argumentos y mañas en la oratoria o lo que sea, y resulta que esa frase desencadenante no es una hipótesis. Más quisiera la pobre, esa frase más bien es una tontería, una enorme tontería. Decir, como ha dicho el papa, que “En vez de prestar atención a los animales más valdría preocuparse por los que pasan hambre” es tanto como decirle a un filósofo en el momento en que estuviera viendo un partido de fútbol, “más vale que en vez de mirar el Getafe-Osuna, estuvieras pensando sobre la sutil trascendencia de la visión poliádica de la ignorancia”. Creo que con este ejemplo tan rebuscado no es necesario dar más explicaciones, pero para seguir con el método científico, completaré el análisis y al final ponemos de nuevo el ejemplo.
La frase de inicio es tramposa porque propone como opuestas dos ideas que no lo son; son independientes y además, a priori,  ni se excluyen ni se incluyen entre si, de modo que ambas son posibles. Podemos tener personas que se ocupen de los animales y que además también lo hagan de los niños. O no, quién sabe, pero en cualquier caso son sucesos independientes. El hecho de renunciar a preocuparse por los animales en modo alguno iba a beneficiar a las personas que necesitan atención. Entonces, la frase inicial de partida tendría que haberse formulado de la siguiente manera: “Deberíamos fijarnos más en las personas y en los niños que pasan hambre”. Así, sin tratar de relacionarlo con los animales ni con familiares lejanos que a lo mejor son pesadísimos. Si lo mezclamos hay una intención hipócrita de culpabilizar a los que nos gusta tener animales en casa y tenerlos además bien cuidados; esa frase en la que se mezclan animales y humanos se dice con la intención de que nos sintamos culpables por llevar a nuestro gato al veterinario, como si el hecho de no hacerlo provocara que inmediatamente apareciera un médico del Suma en una aldea de la India.
Ahora ya podemos poner el ejemplo anterior, o este otro: “en lugar de estar escuchando a Serrat más te valía ir a la ópera”.

Otro día, bajo este mismo epígrafe de argumentos no válidos hablaré de religión y más adelante, si le echo huevos, de los toros. Avisados quedáis.


Ah, se me olvidaba: yo creo que si enseñamos a los niños a querer a los animales, conseguiremos que automáticamente también quieran a las personas.   Pero esto es una opinión, no un hecho (por seguir con el método científico).













jueves, 2 de febrero de 2017

Mi vecino ataca de nuevo






He de confesar que como animal social fallo mucho, mejor dicho, fallo muchísimo; una barbaridad, vamos. De hecho la única persona con la que me llevo más o menos bien es con mi vecino, ese del que ya he hablado en otras ocasiones. Está tan loco que es imposible tratarlo como a los demás, y dado que a los demás no los trato de ninguna forma, la única manera de diferenciarlo del resto es tratándolo de alguna manera.
Es que tiene cada cosa…  el otro día  vino a mi casa para lo típico.
    -¿Tienes un limón? –me preguntó según se colaba dentro de mi casa.
    -No, lo siento, terminé ayer el último kilo preparándome unos daikiris para antes de cenar.
    -Pues dame… azúcar, dame una tacita de azúcar, ya te devolveré la taza.
    -¿Te da igual un limón que azúcar?
    -Sí, cualquier cosa, el caso es charlar contigo. En realidad no necesito nada.
Mal asunto. La última vez que no necesitaba nada me tuvo toda la tarde tratando de evitar que se suicidara.
    -Necesito una dosis grande de autoestima; mi último desengaño amoroso me ha dejado hecho una braga –me dijo como si la autoestima la tuviera yo en la despensa al lado de los limones y el azúcar.
    -¿Vas a suicidarte?
    -Naturalmente.
    -¿Entonces para qué quieres la autoestima? Si tienes decidido suicidarte, que me parece muy bien –yo con tal de quitármelo de encima estaba dispuesto a no discutirle nada esta vez-, lo que tú necesitas no es autoestima, sino autodesprecio.
    -No me líes. He venido a verte porque la última vez que quería suicidarme conseguiste convencerme de que no lo hiciera, precisamente inculcándome una esperanzadora sobredosis de autoestima.
    -Entonces, por lo que veo, no quieres quitarte la vida, lo que tú quieres es darme el coñazo.
    -No entiendes la psicología del suicida, amigo.
Me quedé mirando a mi vecino con la expresión de “bueno, vale, no entiendo la psicología del suicida, ¿y ahora qué? Estoy fenomenal con ese vacío en mis entendederas, ¿algo más?”. No sé cómo, él interpretó perfectamente mi gesto porque sin decir nada salió a la calle. Una vez allí trepó por el canalón hasta la terraza de la primera planta. Vivimos dentro de una urbanización en casas extremadamente sencillas de asaltar por lo que esta operación es muy sencilla. Luego siguió trepando hasta subirse al tejado.
    -¿No me creías verdad? –gritó desde las alturas- ¿Y ahora qué?
    -¡Ahora salta! –devolví yo el grito haciendo un gesto con la mano para que se tirara.
Me miró algo desconcertado y a continuación se lanzó al vació. El muy imbécil se tiró de verdad.

Esto demuestra claramente lo que yo decía al principio. Que como animal social fallo mucho.