martes, 23 de abril de 2013

Veintitrés de Abril






  
   En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...
 Inesperadamente llamaron a la puerta. La pluma de ganso se detuvo en el aire y una pequeña gota de tinta se desprendió en forma de mancha. La mesa, llena de goterones de cera, la recibió impasible. Volvieron a llamar. Lentamente el escritor se levantó de su silla y con el cansancio de sus más de cincuenta concienzudos años fue a ver quién era. Una figura desgarbada y elegante, contradictoria, con un rostro de pocas carnes, nariz torcida y ojos hundidos, estaba al otro lado de la puerta. Era D. Francisco Garcillán, librero y editor, aficionado a las visitas casuales. Esta afición tan sociable había proporcionado a D. Francisco un extraordinario sentido de la oportunidad para caer siempre en los momentos más desafortunados; sólo cuando más podía molestar al visitado aparecía el visitador, eso sí, con una bandeja en la que llevaba alguna golosina como detalle compensatorio a las molestias causadas a su involuntario anfitrión. En esta ocasión traía unos deliciosos suspiros, preparados por una criada que tenía de Albacete, y unas pepas, tan típicas en Abenjibre, el pueblo de la maritornes. El vinillo corría por parte de la otra parte, y esta vez, D. Francisco vio con satisfacción que había ido a parar a una casa en la que no faltaba el tinto de la Mancha, uno de sus preferidos. Así pues, se sentaron a la mesa los dos personajes, escritor y editor, dispuestos a la charla, uno más que el otro, y a la merendola, los dos por igual. Entre pepa, vaso de morapio, soplillo, y unas tortas de manteca y chicharrones que había sacado el anfitrión de su despensa, hablaron del recién fallecido Felipe ll, de su sucesor, de los Jerónimos, de ultramar, y cómo no, de literatura. Este era un tema de conversación en el que los dos se movían con extraordinaria destreza, como es natural. El escritor, según hablaba, se llevaba continuamente la mano derecha sobre la izquierda, el pecho y la frente, como asegurándose de que todo seguía en su sitio. D. Francisco sabía que se trataba de las cicatrices de un arcabuzazo sufrido en una batalla naval contra los turcos y se sentía orgulloso de su amigo. Hablaron de la prosa de Figueroa, Padilla, Lainez,… autores de gran éxito, algunos de ellos además, personajes de “La Galatea”, novela a la moda pastoril que tanto se prodigaba. Casi al finalizar la velada le llegó el turno al teatro, y aquí entraron en tales disquisiciones que les fue imposible llegar a un acuerdo. El librero mantenía la postura, compartida por un importante grupo de gentes  cultas, que el teatro estaba viviendo uno de sus mejores momentos, sobre todo con el impulso de los recientes corrales de comedias, y que era la oportunidad para ganar fama y fortuna con una buena obra. Defendía la conveniencia de dedicar todos los esfuerzos a la dramaturgia y no perder el tiempo en literatura narrativa. Su amigo, que ya tenía una gran experiencia escribiendo teatro, le daba la razón, pero por otro lado se la quitaba. Ultimamente andaba muy ocupado con la idea de crear un personaje que fuera eterno y con esa única imposición estaba trabajando. En principio con la idea de que apareciera en una novela, pero sin descartar plenamente el drama.
El alma del escritor estaba dividida entre ambas opciones, y tanto le atenazaba la duda, que lo primero que hizo en cuanto se fue D. Francisco, y quizá animado por los efectos del vinazo, fue acudir a su mesa de trabajo y tirar a un rincón, hecho un burujo, la novela que había empezado a escribir. Después, cogió nuevo papel, decidido a hacer caso al editor y emplear su talento en una obra de teatro. Ahora estaba sentado el dramaturgo, dispuesto a crear una obra universal. La pluma, en alto, esperaba las órdenes que enseguida llegaron, y obediente, trazó sobre blanco con cuidada caligrafía:
Ser o no ser, he ahí el dilema. ¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de fortuna, golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él y que así cesen?…
 Entonces, el autor se detuvo, miró hacia el rincón de la habitación donde estaba el principio de su novela, dudó durante unos segundos, y a continuación, con un movimiento casi convulso, hizo trizas su recién empezado monólogo y recogió de nuevo el papel que había expulsado de la mesa y continuó:
 una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,…




F    i    n

(Es una suerte que murieran los dos el mismo día del mismo año para poder celebrar el día del libro de forma ecuánime)

miércoles, 17 de abril de 2013

Picoteos





Últimamente estoy cogiendo unas manías muy raras. Ahora me ha dado por picotear todo el día de forma convulsiva, y sin ningún tipo de pudor, con lo que eso engorda, dicen. Pero yo no engordo  principalmente porque mis picoteos no van dirigidos a la comida sino a  los libros, que también alimentan lo suyo. Voy por la calle (Fuencarral es un filón), veo una librería, entro apresuradamente tratando de que no se note demasiado mi ansia y me lanzo sobre  las pilas de libros que se me ofrecen de forma tan apetitosa. Entonces (siempre actúo de la misma forma) cojo el primero que está a mi alcance sin importarme quién lo ha escrito ni de qué trata ni nada de nada,  leo las primeras líneas, o la primera página entera, y lo vuelvo a dejar en su sitio, indiferente a que luego, quien lo compre, se lo va a encontrar empezado, y quizá con algún resto mío en  la cubierta. Así hago con cuatro o cinco libros más, ya digo, sin mirar siquiera el título, qué más da. Cuando me noto ligeramente saciado (aparente contradicción), entonces sí, entonces ya sin prisas busco solo aquello que me puede interesar. Una vez elegido el que veo más apetitoso hago lo mismo que antes pero con mejores modales: lo abro con suavidad, leo la primera página, nunca más, y lo vuelvo a dejar con cierto disimulo donde estaba. Así recorro todos los apartados: novela contemporánea, novedades, best Sellers, novela histórica, aventuras… voy dejando tras de mí una fila de libros empezados, picoteados, y he de reconocer que alguno ligeramente manoseado, hasta que finalmente noto que ya me encuentro totalmente saciado (ahora ya sin contradicción aparente, que estoy a reventar). Hay veces que antes de irme, a modo de postre, pruebo algún libro escrito en otro idioma que no sea el español, a ver a qué sabe, pero de esos nunca paso de las tres o cuatro primeras líneas a no ser que estén en inglés o francés que puedo llegar a media página.  Luego claro, cuando llego a casa, no tengo ganas de leer nada, pues quieras que no, el picoteo llena mucho y ya no me entra ni una frase. Si acaso  hojeo el periódico, pero como me encuentro harto, solo leo los titulares de las noticias y con desgana. Entonces me pongo a ver la tele: cojo el mando y recorro unos ochenta canales prestando atención tan solo durante un minuto o menos a lo que ponen en cada uno.
Luego me voy a la cama, y eso sí, procuro dormir la noche entera de un tirón.



miércoles, 10 de abril de 2013

Más blanco no se puede




Me he pasado una buena parte de mi vida, y digo una buena parte, no solo aludiendo al tamaño de la parte, sino a su calidad,  haciendo anuncios de Ariel. Más blanco no se puede, y todo eso. Me considero una persona extremadamente capacitada para hablar de productos que eliminan las manchas, cuáles son las más resistentes,  cuáles son imposibles de eliminar y por supuesto, los trucos que hay que emplear con las manchas más difíciles. Hay trucos, eso lo sabe cualquier buena ama de casa (y cualquier amo de caso, para que no se diga que soy machista). Del mismo modo, simplemente con oler la ropa, se si se ha utilizado un detergente de primera calidad, o un cheaper. Lo que hace la experiencia.
Pero no basta con conocer el producto, hay que conocer también el mercado al que va dirigido y yo distingo a la legua a los que piensan que jamás van a ser salpicados por la porquería en la que se mueven, aunque eso sí, luego, ¡zas, la mancha! Acaban con unos lamparones imposibles de quitar, los pobres. ¿Y ahora que hago, si tenía ópera a las siete? ¡Con estas manchas tan terribles no podré asistir! ¡Tranquila señora,  con Ariel, adiós a las manchas! ¡ya sabe, más blanco no se puede! Y aquí llega lo bueno, la parte que más me divertía: ¡Oh, es increíble, no queda ni rastro! ¡Parece mentira! Entonces salían unos chiquillos corriendo dispuestos a seguir enguarrándose con todo tipo de porquerías con la seguridad de que no iba a pasar nada. Encantador.
Pues bien, no hay nada que irrite más a un creativo publicitario que le copien sus ideas. ¿Será por eso por lo que me he sentido tan molesto cuando ayer leí que el supremo, así con minúsculas, ha confirmado la absolución de Camps por los trajes de Gúrtel. La sentencia es definitiva, no cabe recurso. Ya está. Camps sale sin mancha de todo el enmarranamiento, el milagro antimanchas ha funcionado. Él, que era un amiguito del alma de la suciedad. ¿Cuál habrá sido el truqui para no dejar ni rastro? Ahora habrá que pedir disculpas, como exige con razón el PP, a Camps y Costa por haber dudado de su limpieza.
Luego, yo decía: tranquila, señora, que las manchas ya no existen, y ahora seguro que me van a volver a copiar, y van a decir: tranquilos señores, que Gurtel ya no existe.
¡Copiones de mierda!


miércoles, 3 de abril de 2013

¡Ostras!





Ya comenté en otra ocasión mi irresistible afición a las ostras. No ya para comérmelas, que también, sino como modelo de vida. Nada las altera, salvo el limón, y cuando eso sucede, todo carece de importancia pues el final está ya encima. La ostra tiene fama de aburrida, pero eso es porque juzgamos la diversión sólo por lo que vemos en los documentales de acción y en los anuncios de Red Bull. También muchas personas, sin ser ostras, disfrutan de lo lindo sin moverse de un sillón, leyendo, escuchando música o simplemente pensando, aunque he de reconocer que esto último sí que es extraño de verdad. También uno se puede sentir feliz sentado al borde de un acantilado o en la cima de una montaña, contemplando un paisaje, y sin mover ni un solo músculo. Insisto, pensamos que una ostra se aburre por meros prejuicios, pero la verdad es que desconocemos su vida interior y hasta dónde puede dar de si para disfrutar lo suyo. Por otro lado, ¿no es maravilloso un animal que es capaz de convertir un simple grano de arena en una maravillosa perla? Y sólo con su higadito, sin usar las manos, mayormente porque carece de ellas. ¿Quién de los grandes deportistas y hombres de acción que conocemos es capaz de una hazaña semejante? Y para conseguir ese prodigio, digo yo que habrá que estarse quietecito. Aunque no basta con la inmovilidad, pues el percebe jamás va a ningún lado y que se sepa nunca se ha encontrado una perla en su interior.
Pero la mayor ventaja de las ostras no son sus perlas, sino, lo que he mencionado al principio, su inalterabilidad. Nada las perturba, ni las indigna ni  las saca de sus casillas. Jamás, que se sepa, se ha visto a una ostra gritar, perder las formas o montar una gresca. Son exquisitas, no solo en su sabor, sino en el trato. No como yo, que me pongo como un energúmeno por nada y a la mínima salto. Por ejemplo hoy. Precisamente me estaba comiendo unas ostras en un bar estupendo que hay cerca de mi casa, cuando de repente ha salido en la tele… bueno no voy a amargar a nadie el día con lo que he visto, porque además no he visto nada, ya que era el diferido de una rueda de prensa en diferido, y a partir del segundo diferido ya no hay quién siga el hilo de nada. El caso es que me he puesto hecho un basilisco, indignadísimo con el cariz que está tomando todo. Se me llevaban los diablos, de verdad.
Sin calmarme del todo he mirado la última ostra que me quedaba y antes de comérmela me ha dado una envidia terrible.