miércoles, 4 de enero de 2017

Yo









Siempre he sido acusado de ser una persona superficial.
¿Qué significa que soy superficial?, pregunté una de las primeras veces que me llamaron así. Pues… pues eso, que te tomas todo a la ligera, me dijeron en un tono claramente de reproche, que no profundizas.
La verdad es que no me quedó nada claro así que no hice nada por cambiar. Seguí siendo superficial.

He de reconocer que vivía perfectamente con esa losa sobre mis espaldas, no me sentía diferente ni mermado ni que tuviera un gran problema que resolver, de hecho ni siquiera me sentía superficial. Hasta que un día conocí a alguien que me importaba de verdad, y lo que pensara de mí era fundamental. Entonces sí me preocupé. Desde el principio de nuestra relación intenté mostrar lo mejor de mí mismo con el fin de enamorarla, de cautivarla con mi personalidad. Era un esfuerzo terrible pues esa actitud que yo juzgaba que sería muy valorada, me obligaba a estar a veces serio, incluso taciturno… quería dar la imagen de una persona reflexiva y profunda. Ella me importaba demasiado como para permitir que tuviera una mala opinión de mí; por nada del mundo daría pie a que pensara que yo no merecía la pena y si tenía que fingir, pues fingiría como un auténtico bellaco.
Pero llegó un día, terrible claro, que después de besarla con lentitud, como alguien que se piensa mucho las cosas, se separó de mí y me dijo así, a bocajarro:
    -Eres estupendo, lástima que seas tan superficial.
En ese momento me sentí la persona más desgraciada del mundo.
    -¿Cómo que superficial? –dije balbuceando-. Soy muy profundo y no me tomo las cosas a la ligera –dije con orgullo, sacando pecho.
Ella me miró sonriéndome, no sé si con ternura o con lástima, me pasó su mano por la cara como si fuera su golden retriber y a continuación, se marchó. Antes, como si fuera un juez que dicta sentencia, me dijo:
    -Mira dentro de ti, mira a ver qué encuentras, pero mira sin miedo.
Ha sido lo más doloroso que me han dicho jamás. Sin entender aún el alcance de sus palabras noté un dolor  que me quemaba dentro… parecerá una tontería, pero yo juraría que me dolía dentro del corazón.
Llegué a mi casa conteniendo la tentación de emborracharme por el camino, me encerré en mi habitación, apagué la luz y me dispuse a buscar en mi interior. Lo que estaba buscando se encuentra mejor a oscuras, sin el peligro de que una visión parcial pueda interpretar lo que hay. Porque tenía que haber algo, tenía que encontrar lo que fuera, ya que de no ser así todo el mundo que me había llamado superficial estarían en lo cierto.

Busqué, seguí buscando y después de varias horas de verme a mí mismo cómo era por fuera, cuando ya estaba a punto de rendirme y asumir que era una persona superficial, de repente descubrí cómo era por dentro. Fue una epifanía, una auténtica revelación, una visión súbita y extremadamente clara. Me vi por dentro y me gustó lo que vi porque era yo mismo. Dentro de mí había un ser idéntico a mí, con mis mismos rasgos, la misma sonrisa cínica, hasta los bigotes eran clavados. Ya no era una persona superficial. Era profundo, además mucho más profundo de lo que yo mismo imaginaba, pues en lugar de conformarme satisfecho por el primer hallazgo, seguí buscando a ver qué había dentro de ese otro yo que era idéntico a mí y lo que vi me fascinó aún más porque había otro yo que también era yo. Y Dentro de ese yo, había otro yo que me miraba exactamente igual que el primero de todos, de la misma forma que me mira un espejo, porque también era yo.
En un último esfuerzo, seguí buscando dentro del último yo encontrado, que ya iba por el cuarto, y lo que vi… ¡joder!, lo que vi, eso sí que me dejó realmente intrigado. Dentro de mi último yo había un dado de laca japonesa, un exaedro perfecto, la piedra cúbica. Era negro y cada lado estaba marcado por un número. Lo cogí con muchísimo cuidado, casi con reverencia temiendo que pudiera pasarle algo, a fin de cuentas es lo que había en mi interior más profundo; algo de respeto merecía. Era precioso, mucho más bonito que un dado de laca japonesa negro con las caras marcadas con números correlativos. Sí, ya sé que se trataba exactamente de eso, de un dado de laca japonesa negro con las caras marcadas con números correlativos, pero ese en concreto estaba dentro de mí, circunstancia que lo hacía único e infinitamente más valioso.

Hice con mi dado lo que se hace con cualquier dado: lo agité dentro de mi puño ahuecado y lo lancé para que corriera sobre la mesa. Tras varias vueltas que fueron amortiguándose, finalmente se detuvo en una de las caras, lo cual no tiene nada de sorprendente, pero sí el hecho de que no mostrara ninguno de los números. En su lugar aparecía una nota musical. Inmediatamente empezó a salir del dado una dulce melodía, tranquila, envolvente, que lo llenaba todo, pero eso no era lo único que salía del dado. También emanaban de él cinco líneas que trataban de mostrarse paralelas, las cinco líneas del pentagrama sobre las que bailaba la nota musical. Las líneas se movían sinuosamente alrededor de mis yos, que estaban los cuatro encima de la mesa como las cajas matruskas rusas que cada una guarda otra más pequeña en su interior.  Entonces me fijé en un detalle que me había pasado inadvertido hasta ese momento. Mis yos que había ido descubriendo no eran exactamente iguales ni mucho menos. Cada uno mantenía una expresión diferente que tan solo podías detectar mirando la posición del bigote. Mis cuatro yos representaban cuatro expresiones que respondían a cuatro estados del alma: paciencia, ternura, sabiduría y venganza. La nota musical, melodiosa y tranquila, se movía en las cinco líneas del pentagrama que rodeaban a mi yo paciente. Luego pasó a mi yo ternura y la música era aún más maravillosa, enamoradiza. Las cinco líneas siguieron danzando en el aire como si fueran una proyección holográfica y llegaron a mi yo inteligencia. Lo envolvieron con una música perfecta, matemática, con el ritmo y la estructura que hace vibrar al universo. Me dejé llevar por sus acordes hasta que alarmado me fijé en que solo quedaba un yo que rodear: el yo de la venganza. Inmediatamente retiré el dado y lo guardé en mi último yo, el de la paciencia. Luego seguí la secuencia y el yo de la paciencia lo guardé en el de la ternura y éste en el de la inteligencia. Solo quedaba un yo sobre la mesa. Dudé. Me miraba con los bigotes despeinados, furioso, había odio. No me reconocí. Pero también era yo. Recordé a la persona que tanto me importaba y de sus palabras: Mira sin miedo, me dijo.
Entonces hice lo cualquier persona que no se considere superficial debe hacer. Guardé mis tres yos estupendos en mi yo venganza con la esperanza de que siempre se impusieran cualquiera de los otros tres sobre él. Pero consciente de que también habita dentro de mí.
Por fin había dejado de ser una persona superficial.


4 comentarios:

  1. Si algún día llegas a conocerme, no te olvides de decirme cómo soy. Gracias.

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  2. ¿Sabías que yo hice ese mismo ejercicio de introspección hace poco? Lo que pasa es que, al llegar al dado y sin saber bien cómo, aún pude dar un paso más: miré en su interior. ¿Y sabes lo que me encontré? Pues cientos de miles de millones de ojos escrutándome sin piedad. No sabes el susto que me llevé. Si lo llego a saber me hubiese quedado en la superficie, y tan contento.

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    1. Sí, quedarse en la superficie a menudo es la mejor opción. Jugar a los dados tiene también su punto, pero lo de los ojos es de pesadilla jajajajaj

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