jueves, 7 de agosto de 2014

El gran vagón. Tercera parte








Al día siguiente, cuando íbamos camino de nuestra loma, descubrimos en una vía muerta algo insólito que no debería estar allí. El Cagarrutas, siempre atento, descubrió la anomalía. ¿Veis el vagón de mercancías abandonado?, preguntó señalando hacia uno de nuestros lugares favoritos de juegos. Daniel tosió afirmativamente, y yo me fijé en algo más. Detrás del viejo vagón de madera de puertas corredizas, asomaba otro mucho más grande situado en otra vía muerta paralela adonde estaba el de mercancías. Hay otro vagón, exclamé jubiloso, parece de pasajeros. Los  tres nos acercamos corriendo, que era nuestra forma habitual de trasladarnos cuando nos dirigíamos hacia algo que nos interesaba, y descubrimos maravillados un larguísimo vagón de pasajeros, nuevo, reluciente, perfectamente cuidado. Estaba pintado de color azul y unas letras doradas pulcramente trazadas componían el nombre de alguna compañía ferroviaria que para nosotros era totalmente desconocida. Nos subimos al pescante de una de las puertas pero estaba, tal como nos temíamos, cerrada. Probamos en la puerta que había en el otro extremo pero tampoco se podía abrir. Miramos a través de los cristales y vimos que el interior del vagón estaba perfectamente limpio, como si lo acabaran de barrer, pero sin ningún asiento ni compartimiento. Un suelo de madera barnizada se extendía a lo largo de todo el vagón, cuyas paredes enteladas también estaban desnudas. Era como el interior de una caja gigante. Extrañados empezamos a imaginar su origen fantaseando historias absurdas que ni nosotros mismos dábamos por ciertas. Es el vagón de Franco, dijo Daniel, que lo han traído aquí para repararlo porque tiene una ballesta rota. El Cagarrutas y yo le miramos desconcertados por su versión.
El descubrimiento de aquel vagón marcó claramente un hito en nuestras vidas. Desde ese momento teníamos un secreto que no compartiríamos con nadie, mucho menos comentarlo en nuestras casas. Todas las tardes visitábamos el gran vagón, como acabó llamándose, y todas las tardes descubríamos estupefactos algo nuevo en su interior, como si unas manos mágicas lo fueran transformando día a día. Lo primero que observamos la segunda vez que lo vimos y que nos dejó muy sorprendidos  es que en las ventanas aparecieron unos visillos de tela gruesa de color crema recogidos en los extremos de los marcos que no estaban el día anterior. Daniel al principio mantenía que él si los había visto pero luego reconoció que estaba confundido y simplemente los había imaginado. El interior del gran vagón seguía vacío. Sin embargo, la siguiente tarde que fuimos a verlo, en las paredes había unos apliques de luz muy bonitos, de estilo modernista, aunque en aquel momento ninguno de los tres sabía qué era el estilo modernista. Poco a poco el vagón se fue completando con diferentes elementos sin saber nosotros qué vendría después o cuando estaría totalmente terminado. Nos limitábamos a maravillarnos por el prodigio. Algunas veces también íbamos por las mañanas para ver si cazábamos a alguien trabajando, colocando cosas, instalando los asientos, o haciendo cualquiera de las múltiples tareas que se requerían para acondicionar el interior tal como se estaba haciendo sin que aparentemente interviniera nadie.
Oye Cagarrutas, preguntó un día Daniel, ¿tú sabes si en alguna otra ocasión ha pasado algo parecido en el pueblo?, me refiero a que se hagan las cosas solas sin que haya nadie haciéndolas, o sea, que el pueblo esté encantado o algo así. ¿Encantado? No, no, qué va, lo único sobrenatural que tenemos es la virgen de la ermita y tampoco es del otro mundo lo que hace. ¿Qué hace?, se interesó Daniel creyendo que estaba llegando al fondo del asunto. Pues mantiene incorruptos unos palos de madera que por lo visto tocó hace muchos siglos, cuando se le apareció a un pastor en el mismo sitio donde ahora está la ermita. Los llamamos los palos santos de la virgen de la ermita, mejor dicho, así los llamábamos pues ya no existen. ¿No decías que se mantenían incorruptos?, intervine yo. Y tanto que sí, contestó el Cagarrutas dejando escapar una pícara sonrisilla, como que un día llegaron unos forasteros que no sabían que los palos eran santos y los utilizaron para hacer una paella. Los detuvo la guardia civil y les cayó una buena. Creó que aún siguen presos en Madrid haciendo trabajos forzados. Daniel y yo nos miramos un tanto incrédulos, al menos con el final de la historia.


MAÑANA SUBIRÉ EL FINAL. CASI CON TOTAL SEGURIDAD.



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