domingo, 17 de agosto de 2014

La jota de la virgen de agosto.



He de reconocer que este artiblog lleva un podo de retraso perdonable por encontrarnos en pleno mes de agosto, que hasta las musas se van a la playa.

La semana que viene también me iré yo en pos de ellas, por lo que es probable que el próximo artiblog sea ya en septiembre.

Disfrutad/seguid disfrutando/espero que hayáis disfrutado, de las vacaciones.










La tarde del quince de agosto empezaban las fiestas y el pueblo entero salía al encuentro de la virgen de la ermita, más que por devoción, porque sabían que eso significaba fiesta, diversión, buñuelos, vino y lo más importante de todo: baile. Era un día esperado por todas las mozas casaderas y por todos los mozos que aunque en su ánimo no estuviera, estrictamente,  casarse, sí lo estaba todo el cortejo previo y, sobre todo, la expectativa de noches en la era bajo las estrellas en compañía de alguna paisana embelesada. Pero antes, era preciso acudir al baile en la plaza del pueblo. La jota de la virgen era la protagonista.
La bandurria gritaba de gozo y el pandero marcaba el paso con decisión. El pueblo de fiesta huele, suena y sabe a Jota. Todo el mundo la baila, todos menos el pobre Manuel. Todos la cantan menos él.

Clas carrasclás, carrasclás, clas clas clas….
Pon porron pon pon plaf

La jota de la virgen hace su milagro, y poco a poco, se van formando parejas que desaparecen entre risas camino de la felicidad.

¿Por qué no baila Manuel y tampoco canta? Cada año, cuando llega la fiesta de agosto, todo el mundo se hace la misma pregunta: ¿por qué Manuel, que es el mozo más simpático, bien parecido y galán del valle, se encierra en su casa y no sale hasta que  ya han terminado las fiestas de la virgen, y en las calles nada más queda el recuerdo de tanta ilusión? ¿Por qué Manuel no participa de la jota ancestral?
Solo el pobre Manuel, encerrado en si mismo, reconoce con vergüenza la razón: desde que era pequeño escribía garage, reciclage, hospedage, y también bagage. Sí, jamás supo dónde poner la jota, y nunca entendió cómo usarla.

Gamás de los gamases aprenderé, pensó Manuel con amargura en su rincón.








viernes, 8 de agosto de 2014

El gran vagón. Fin de la historia







El gran vagón seguía transformándose día a día, tanto si era por obra de la virgen de la ermita como si no, pero lo que estaba claro es que cada vez estaba más completo. Parecía que hubiera una voluntad en terminarlo, en dejarlo completamente acabado, listo para salir rodando en cuanto el último detalle estuviese listo. Y el verano también se iba completando, ya habían pasado los meses de más calor y nos encontrábamos en esos días de septiembre en que las tardes sorprenden trayendo un aire frío de alguna parte de las montañas cercanas. El calor agobiante que caía sobre el pueblo nada más terminar de comer, que nos obligaba a sestear, había desaparecido, por lo que podíamos reunirnos mucho antes en nuestro lugar secreto. 
Una tarde, por fin, nos pereció que nada más podía añadirse al gran vagón y fuera quien fuera el que lo estaba haciendo tenía necesariamente que dar su obra por concluida. Ha quedado de rechupete, decía el Cagarrutas como si lo hubiera hecho él. Parece la mar de cómodo, dan ganas de viajar muy lejos sentado en uno de esos butacones, dije yo, fascinado por la tapicería recién puesta. Yo nunca había visto unos asientos de tren tan nuevos. Estaban forrados de terciopelo de color verde aceituna, con una especie de dibujitos en relieve representando hojas de parra y grandes jarrones que les daba cierto aspecto de cortinas antiguas, pero unas cortinas extremadamente confortables. Daniel no decía nada, se le veía bastante indiferente a cómo había quedado el gran vagón y lo contemplaba con cierto distanciamiento, sin compartir nuestros comentarios. Cuando le preguntamos qué le parecía se limitó a encogerse de hombros, no sé si como gesto de apatía o como inevitable movimiento debido a una ligera tos que le dio en el momento.
El verano llegaba a su fin.
La última tarde nos vimos sólo el Cagarrutas y yo pues Daniel no apareció. Tampoco estaba el gran vagón en la vía muerta. Se lo habían llevado y ningún rastro quedaba de su presencia. Después de esperar un buen rato a ver si llegaba nuestro amigo, nos fuimos el Cagarrutas y yo a nuestra loma a ver pasar trenes sintiéndonos extrañamente abandonados. Estuvimos sentados sin decirnos nada hasta que un pitido quebró el aire.  Alargamos el pescuezo para ver mejor y abajo, en el sentido contrario a cómo llegó, vimos cómo se alejaba el tren misterioso arrastrado por la enorme locomotora verde. Nos dimos un codazo el uno al otro cuando distinguimos perfectamente que el gran vagón iba en el convoy. Allí estaba imponente, orgulloso, apenas afectado del inevitable traqueteo, deslizándose con rara suavidad por las vías. Nos levantamos instintivamente, quizá para verlo mejor o como señal de respeto ante no sabíamos exactamente qué. Alguien iba adentro. Nos miró y saludó con la mano. Era Daniel que siguió mirándonos hasta que el tren desapareció tras la curva. Levemente nos hizo la inequívoca señal de despedida.


F i n




jueves, 7 de agosto de 2014

El gran vagón. Tercera parte








Al día siguiente, cuando íbamos camino de nuestra loma, descubrimos en una vía muerta algo insólito que no debería estar allí. El Cagarrutas, siempre atento, descubrió la anomalía. ¿Veis el vagón de mercancías abandonado?, preguntó señalando hacia uno de nuestros lugares favoritos de juegos. Daniel tosió afirmativamente, y yo me fijé en algo más. Detrás del viejo vagón de madera de puertas corredizas, asomaba otro mucho más grande situado en otra vía muerta paralela adonde estaba el de mercancías. Hay otro vagón, exclamé jubiloso, parece de pasajeros. Los  tres nos acercamos corriendo, que era nuestra forma habitual de trasladarnos cuando nos dirigíamos hacia algo que nos interesaba, y descubrimos maravillados un larguísimo vagón de pasajeros, nuevo, reluciente, perfectamente cuidado. Estaba pintado de color azul y unas letras doradas pulcramente trazadas componían el nombre de alguna compañía ferroviaria que para nosotros era totalmente desconocida. Nos subimos al pescante de una de las puertas pero estaba, tal como nos temíamos, cerrada. Probamos en la puerta que había en el otro extremo pero tampoco se podía abrir. Miramos a través de los cristales y vimos que el interior del vagón estaba perfectamente limpio, como si lo acabaran de barrer, pero sin ningún asiento ni compartimiento. Un suelo de madera barnizada se extendía a lo largo de todo el vagón, cuyas paredes enteladas también estaban desnudas. Era como el interior de una caja gigante. Extrañados empezamos a imaginar su origen fantaseando historias absurdas que ni nosotros mismos dábamos por ciertas. Es el vagón de Franco, dijo Daniel, que lo han traído aquí para repararlo porque tiene una ballesta rota. El Cagarrutas y yo le miramos desconcertados por su versión.
El descubrimiento de aquel vagón marcó claramente un hito en nuestras vidas. Desde ese momento teníamos un secreto que no compartiríamos con nadie, mucho menos comentarlo en nuestras casas. Todas las tardes visitábamos el gran vagón, como acabó llamándose, y todas las tardes descubríamos estupefactos algo nuevo en su interior, como si unas manos mágicas lo fueran transformando día a día. Lo primero que observamos la segunda vez que lo vimos y que nos dejó muy sorprendidos  es que en las ventanas aparecieron unos visillos de tela gruesa de color crema recogidos en los extremos de los marcos que no estaban el día anterior. Daniel al principio mantenía que él si los había visto pero luego reconoció que estaba confundido y simplemente los había imaginado. El interior del gran vagón seguía vacío. Sin embargo, la siguiente tarde que fuimos a verlo, en las paredes había unos apliques de luz muy bonitos, de estilo modernista, aunque en aquel momento ninguno de los tres sabía qué era el estilo modernista. Poco a poco el vagón se fue completando con diferentes elementos sin saber nosotros qué vendría después o cuando estaría totalmente terminado. Nos limitábamos a maravillarnos por el prodigio. Algunas veces también íbamos por las mañanas para ver si cazábamos a alguien trabajando, colocando cosas, instalando los asientos, o haciendo cualquiera de las múltiples tareas que se requerían para acondicionar el interior tal como se estaba haciendo sin que aparentemente interviniera nadie.
Oye Cagarrutas, preguntó un día Daniel, ¿tú sabes si en alguna otra ocasión ha pasado algo parecido en el pueblo?, me refiero a que se hagan las cosas solas sin que haya nadie haciéndolas, o sea, que el pueblo esté encantado o algo así. ¿Encantado? No, no, qué va, lo único sobrenatural que tenemos es la virgen de la ermita y tampoco es del otro mundo lo que hace. ¿Qué hace?, se interesó Daniel creyendo que estaba llegando al fondo del asunto. Pues mantiene incorruptos unos palos de madera que por lo visto tocó hace muchos siglos, cuando se le apareció a un pastor en el mismo sitio donde ahora está la ermita. Los llamamos los palos santos de la virgen de la ermita, mejor dicho, así los llamábamos pues ya no existen. ¿No decías que se mantenían incorruptos?, intervine yo. Y tanto que sí, contestó el Cagarrutas dejando escapar una pícara sonrisilla, como que un día llegaron unos forasteros que no sabían que los palos eran santos y los utilizaron para hacer una paella. Los detuvo la guardia civil y les cayó una buena. Creó que aún siguen presos en Madrid haciendo trabajos forzados. Daniel y yo nos miramos un tanto incrédulos, al menos con el final de la historia.


MAÑANA SUBIRÉ EL FINAL. CASI CON TOTAL SEGURIDAD.



miércoles, 6 de agosto de 2014

El gran vagón. Segunda parte







Nos gustaba poner objetos en las vías para que el peso de los vagones los aplastara hasta convertirlos en láminas. Teníamos una gran colección de objetos despachurrados: monedas, chapas, cucharas… cualquier cosa era propicia para el aplanamiento. También jugábamos a adivinar qué tren iba a pasar poniendo la oreja sobre las vías, tal como habíamos visto hacer a los indios en las películas del oeste. El único tren que acertábamos era el Talgo que iba a Francia y porque sabíamos a qué hora pasaba. El Talgo, o el Tav, como también lo llamábamos, era uno de nuestros preferidos pues atravesaba la estación sin detenerse, a toda velocidad, dejando un remolino de aire a su paso que mantenía ingrávidas durante unos segundos unas bolsas de papel que poníamos a propósito en el borde del andén. La mayor parte de las veces, sin embargo, nos conformábamos con ver pasar los trenes a lo lejos sentados en una loma, nuestra loma, para sentirnos capturados por una sensación de felicidad que nos mantenía hipnotizados y nos llevaba, arrastrados por la estela que dejaban los últimos vagones, a lugares que imaginábamos fantásticos. 
En cuanto aparecía en nuestro campo de visión, saliendo de la última curva, un tren precedido de su silbato, y mejor aún en el caso de las máquinas de vapor, de su inconfundible “chucu chucu chu”, nos sentíamos tan felices que empezábamos a gritar como energúmenos y no parábamos hasta que se perdía en la lejanía todo rastro de su traqueteo unido al eco de nuestras entusiasmadas voces. En ocasiones acompañábamos los gritos con gestos enérgicos con los brazos moviéndolos adelante y atrás en un alocado vaivén que simulaba las enormes bielas de las locomotoras, tratando nosotros de resoplar de la misma forma que ellas, lo que en el caso de Daniel le provocaba muy a menudo sus recurrentes toses que él trataba de ignorar.
Una de las veces en que nos encontrábamos en nuestra loma esperando al Tav a la hora que sabíamos que iba a pasar, justo cuando ya lo oíamos a lo lejos, el Cagarrutas nos avisó de que algo extraño sucedía pues ese no era el Tav. ¿Cómo que no es el Tav, por qué lo sabes?, pregunté desilusionado. Porque os lo digo yo, respondió el Cagarrutas sin dejar espacio a la discusión. Yo también noto algo extraño, añadió Daniel antes de que un ataque de tos le callara. Pues sí que estamos buenos, de todas formas si es otro tren nos daremos cuenta en seguida, por lo que no merece la pena que lo discutamos.
A los pocos segundos apareció saliendo de la curva, bufando como un toro salvaje, un tren que efectivamente no era el esperado Tav. Éste venía tirado por una enorme locomotora de vapor, impresionante, la más grande que yo había visto jamás, pintada de verde y con una multitud de cañerías de hierro que envolvían la caldera, extrañamente limpia. Con el humo salían despedidas chirivitas rojas como confetis que ponían en espantada a los pájaros. Su paso producía un estremecimiento por todo el paisaje que parecía que iba a dislocar los montes y hacer tambalear los árboles. El Cagarrutas se persignó, ignoro por qué le dio por ahí. Madre mía, qué bonito viene hoy el rápido de Irún, fue todo lo que dijo. Pero no era el rápido pues observamos que poco a poco su marcha perdía fuerza y de las vísceras de la máquina empezó a salir un espesa nube de vapor blanco que chamuscaba los matojos más cercanos. Estaba aminorando la velocidad. Los tres salimos corriendo tras el tren, en dirección a la estación para no perdernos el espectáculo, pues seguro que se detendría. Bajamos corriendo la loma hasta llegar a las vías y aunque el misterioso tren desapareció de nuestra vista, aún percibíamos el aire caliente y con olor a carbón, testigo de que algo grande acababa de pasar.
Cuando llegamos exhaustos a la estación vimos decepcionados que el andén estaba vacío, ningún tren a la vista, que ya imaginábamos parado, estremeciéndose con el sonido de todos los hierros acomodándose a la posición de reposo después de muchos kilómetros a toda velocidad. Nada había. Resignados nos fuimos a nuestras casas arrastrando una enorme frustración. Entonces era el rápido de Irún, murmuró el Cagarrutas mientras nos alejábamos cabizbajos de la estación. Hasta se nos olvidó ir a recoger un pequeño cochecito de hojalata que habíamos puesto en la vía para nuestra colección de aplastamientos.



CONTINUARÁ, EVIDENTEMENTE.


lunes, 4 de agosto de 2014

El gran vagón. Primera parte.



Dentro de la oportuna sección "relatos de verano", voy a subir un cuento que por su extensión, lo voy a dividir en tres partes.
Hoy, claro, corresponde la primera. La segunda, probablemente la suba mañana o pasado. o al otro.




EL GRAN VAGÓN. RELATO EN TRES PARTES PARA LA TERTULIA PEREZOSA.









Cuando yo era pequeño pasaba los veranos en un pequeño pueblo de la sierra de Madrid, debido, por lo visto, a que padecía una ligera dolencia en el corazón y según mi abuelo, el aire serrano me vendría de maravilla. Allí conocí al que se convirtió en mi gran camarada y compinche de mil fechorías, que también sufría cierta insuficiencia cardiaca, aunque yo creo que lo suyo era otra cosa pues muy a menudo interrumpía su respiración normal para dar paso a una extraña tos ronca y seca que le salía del fondo de la garganta.
Fuera una cosa u otra, el caso es que nuestra deficiente salud nos dio la oportunidad de hacernos amigos y compartir tardes de chicharras, caminatas por montes abruptos, excursiones al río y sobre todo nuestro gran secreto del que hablaré más adelante.
El primer verano que coincidimos Daniel y yo sirvió como toma de contacto con la naturaleza que nos rodeaba sin que hubiera grandes hazañas dignas de ser contadas. Quizá había demasiadas cosas que teníamos prohibidas y por tanto las posibilidades de pasar a la gloria por nuestras aventuras se veían muy reducidas. Sin embargo, el segundo año, y mucho más el tercero y definitivo, fue algo muy diferente, en primer lugar porque aprendimos a engañar en casa y hacíamos cosas distintas a las que confesábamos hacer y sobre todo porque nos hicimos amigos de El Cagarrutas, que nos descubrió un planeta de posibilidades.
El Cagarrutas era el hijo del matarife del pueblo. Era un chaval despierto, de mirada inteligente, y tan desgarbado en todos sus movimientos que parecía mucho más alto de lo que realmente era. Si hubiera nacido en la ciudad sería delgado, pero como nació en un pueblo, era enjuto. Tenía el pelo como una oveja, acaracolado, increíblemente apretado y permanentemente sucio. Su verdadero nombre era Sisebuto (que también se las trae) y todo el mundo le llamaba El Cagarrutas, porque ese era el apodo de su padre el matarife y que antes también lo fue de su abuelo. Vaya herencia. 
MI casa lindaba con la de Daniel, compartiendo tapia, y estaban a las afueras del pueblo en una especie de colonia para veraneantes. El Cagarrutas vivía en una callejuela, también a las afueras del pueblo pero al otro lado, yendo hacia el río, que era por donde entraba el ganado y por eso las calles estaban permanentemente cagadas por las vacas. 
El Cagarrutas nos enseñó algo que hacer con esas plastas, realmente divertido. Consistía en coger una buena cagada, reciente a poder ser, lo cual no era ningún problema, y envolverla en unos papeles de periódico. Después, con sumo cuidado transportábamos el paquete hasta colocarlo justo delante de la puerta de alguna casa. A continuación prendíamos fuego al envoltorio hecho con el periódico y llamábamos insistentemente al timbre. El siguiente paso era salir corriendo a escondernos y ver cómo salía la señora de la casa que al ver el pequeño incendio trataba de apagarlo a base de dar vigorosos pisotones a lo que ella creía que eran sólo papeles. Nosotros en nuestros escondites teníamos que taparnos la boca los unos a los otros con fuerza para no reventar de risa y ser descubiertos por la enfurecida señora que gritaba auténticas barbaridades.
La afición que mostraba el Cagarrutas por esa broma encajaba perfectamente con su apodo, por lo que de alguna forma, parecía estar destinado. Ignoro si la gamberrada también se la transmitían de padres a hijos.
El Cagarrutas, Daniel y yo formábamos un grupo preparado para sacar todo el partido a la vida. Aprovechábamos cualquier oportunidad para disfrutar y eso era algo con lo que no siempre estaban de acuerdo nuestros respectivos progenitores.
De todos los lugares que ofrecía aquel pueblo para pasarlo bien, el que más nos atraía a todos, incluso al Cagarrutas que estaba más habituado, era la estación y sus alrededores. Ir allí a jugar era nuestro gran secreto pues lo teníamos completamente prohibido. Los padres de Daniel y los míos pensaban que podía ser peligroso juntar trenes y niños y no andaban desencaminados pues la mayor parte de nuestros juegos tenían como elemento principal algún tren a toda velocidad. 


CONTINUARÁ MAÑANA. POR QUÉ LO DIVIDO EN TRES PARTES ES ALGO QUE SOLO SE PUEDE ATRIBUIR, POR UN LADO, A MI INCLINACIÓN PERMANENTE POR CREAR INTERÉS,Y POR OTRO, A TRATAR DE NO ABURRIR, QUE VIENE A SER LO MISMO. DE ESTE MODO, QUIEN ESTÉ INTERESADO, LO SEGUIRÁ, Y QUIÉN NO, SE VERÁ LIBERADO DE CONTINUAR LEYENDO MUCHO ANTES DE QUE ÉL MISMO SE DE CUENTA.